El Papa Francisco en las tierras de mons. Samuel Ruiz y el subcomandante Marcos
por Luis Badilla
Chiapas, uno de los 32 Estados de la República Federal de México, y su capital San Cristóbal de Las Casas, el próximo mes de febrero recibirá la visita del Papa Francisco. Y no se trata de una visita cualquiera. La elección de esta región del este mexicano tiene una connotación y un significado fuerte y relevante, porque aquí, en las últimas décadas, México ha conocido y vivido eventos decisivos, relacionados con la dolorosa historia de los pueblos aborígenes. Esta historia reciente tiene dos símbolos: el obispo Samuel Ruiz y el Ejército Zapatista del subcomandante Marcos.
Mons. Samuel Ruiz. Es difícil imaginar Chiapas sin que venga inmediatamente a la memoria la figura y la obra pastoral de mons. Samuel Ruiz García (Irapuato, 3 de noviembre de 1924- Ciudad de México, 24 de enero de 2011), quien llegó a esta región, concretamente a la capital, San Cristóbal de Las Casas, el 14 de noviembre de 1959, ya nombrado obispo pero antes de su consagración episcopal, que se llevó a cabo el 25 de enero de 1960.
Mons. Ruiz fue obispo de estos pueblos durante 41 años, hasta que renunció porque había llegado al límite de edad, en el año 2000. En esa región pobre y marginada, olvidada por el poder político y tantas veces manipulada con fines electorales, mons. Ruiz aprendió, como decía siempre, “a amar a los pobres y sus sufrimientos… amor sin el cual no es posible hacer nada para ayudarlos a ponerse de pie”.
Casi el 60% de la población del Estado se reconoce católica, y las principales etnias aborígenes –el 27-28% de la totalidad- son cuatro: Tzeltal, Tzotzil, Chol y Zoque. El común denominador de todas ellas es la extrema pobreza y el abandono, así como las no pocas plagas sociales acentuadas y agigantadas por una fortísima presencia militar: prostitución, alcoholismo, enfermedades de transmisión sexual y consumo de estupefacientes. Nada distinto a lo que vivieron sus antepasados con la llegada de los conquistadores españoles y que condujo, en apenas un siglo, al exterminio de los pobladores autóctonos.
Sobre la obra de Mons. Ruiz, un perfil pastoral de la revista Regno (Antonella Borghi) recordaba hace un tiempo: “Hijo de gente pobre, el nuevo obispo se encontró en una realidad eclesial muy conservadora, donde proliferaban confraternidades y grupos de caridad orgullosos de sus obras con los pobres. A partir de los años del Concilio, monseñor Ruiz comenzó a desarrollar su propia obra en las franjas más débiles y abandonadas de la población, que eran las comunidades indígenas, cerca de 2.000 núcleos diseminados por las montañas y selvas exuberantes de la diócesis. Para poder acercarse a ellos y ganar su confianza, dejó de lado las vestimentas ostentosas de la curia y empezó a estudiar las lenguas de las principales etnias del territorio diocesano: tzotzil, chol, tzeltal y tojolabal. En 1962 puso en marcha un programa para la formación de catequistas indígenas, que a través de los años llegaron a ser cerca de 8.000. Ellos cumplían un período de estudio y luego volvían a sus comunidades de proveniencia, y se convirtieron en los principales agentes de evangelización entre los indios. En 1974 la diócesis de San Cristóbal fue promotora del primer Congreso indígena, del que participaron los representantes de cientos de comunidades. Esta iniciativa, afirman los enemigos de Samuel Ruiz, fue la que sentó las bases del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que veinte años después (1 de enero de 1994) daría vida a una revuelta armada, seguida por una cruenta represión”. La Iglesia, que nunca defendió el recurso a la violencia, se propuso varias veces como mediadora entre las fuerzas del gobierno y los jefes encapuchados de la guerrilla zapatista.
La muerte y la herencia de Mons. Ruiz. Refiriéndose a la reacción del pueblo de Chiapas por la muerte de Mons. Ruiz, a los 86 años, la revista Popoli publicó una entrevista al jesuita Alfredo Zepeda, quien trabaja en la pastoral indígena y conoció profundamente al obispo: “Nunca se había visto una demostración de afecto así por la muerte de un obispo, por lo menos desde los tiempos de Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca”, comentó a Popoli.info el sacerdote, hablando sobre el funeral. Y continuó diciendo: “Su cercanía a la Teología de la Liberación sin duda no le atrajo simpatías en el Vaticano, lo mismo que el boom de diáconos permanentes (sobre todo indígenas) en su diócesis, una decisión que según los críticos introducía una especie de sacerdocio de hecho ejercido por hombres casados; sin embargo, Juan Pablo II no lo sacó de su diócesis. En una entrevista que concedió a Popoli en el 2000, Ruiz reveló además que el entonces cardenal Ratzinger, muy crítico con la “teología india”, le dijo durante una conversación que “había comprendido cosas que antes no entendía”.
Una de las iniciativas más lúcidad y valientes de Mons. Ruiz, y que provocó no pocas polémicas, fueron los catequistas autóctonos y después el nombramiento de diáconos indígenas. Mons. Ruiz relató así la puesta en marcha de esa experiencia: “En realidad el proceso era semejante en las distintas áreas y comunidades étnicas. Las diferencias eran sustancialmente individuales o dependían de las costumbres de cada comunidad o poblado; la idea era precisamente actuar de la manera más semejante posible, a pesar de que se encontraron diversas variantes a lo largo del camino. Por ejemplo, al principio preparamos todo el proceso basándonos todavía en la situación cultural preconciliar. Cuando el Concilio nos dijo que pusiéramos en marcha una situación de encarnación a través de la cultura existente, comenzó a cambiar el enfoque pastoral: la actividad en las diferentes zonas indígenas empezó a ser transformadora y nosotros empezamos a darnos cuenta de la pluriculturalidad de aquel mundo. Como le decía, todo este proceso se desarrolló de manera muy gradual y estuvo acompañado por un complejo fenómeno de conocimiento recíproco. Pero al principio era difícil reconocer las diferencias, así como era difícil para ellos distinguir catequistas preconciliares y posconciliares, porque el proceso de cambio pasó a través de una serie de dificultades en el trabajo con la gente, sobre todo para cambiar nuestra posición hacia una aceptación de elementos culturales; en fin, resultaba difícil reconocer cuáles posiciones, actitudes, situaciones o tradiciones de los indígenas podían o no debían ser aceptadas, con un juicio y una percepción cultural de la situación que era fundamentalmente occidental. Cuando, con el consejo y con la experiencia en el campo, empezamos a asumir una actitud respetuosa de la cultura, la ley y la tradición de ellos, tomando a las personas como tales, intentando ver de qué manera Dios se había hecho presente en estas culturas particulares, para comprender cómo debíamos proceder en nuestra obra pastoral, recién en ese momento empezamos a proporcionar algunas indicaciones a los indígenas”.
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