Camilo se acerca a la consulta preguntándose cómo ser papá ahora que su padre se quitó la vida. Lucía tiene un hijo al que le diagnosticaron autismo. Ella no entiende bien que significa esto, pero siente en la piel que no se puede comunicar con él. Tiago se mira al espejo y no se reconoce: se gasta la adolescencia buscándose en los demás. Su mamá trabaja toda la noche y duerme de día. No sabe cómo ayudarlo.
Estas personas no existen en la realidad, pero representan los rostros de muchas vidas que llegan a la consulta del servicio de psicología de la Fundación Franciscana, una organización que trabaja con familias en contextos vulnerables del Conurbano para que puedan desarrollar sus capacidades y transformar su realidad.
Todas estas personas se acercan buscando un espacio que permita estas preguntas y tolere la intensidad que conllevan. De esto somos testigos: hay algo que pulsa en todo corazón humano. Y no sólo por sobrevivir, sino por algo más: habitar un hogar, tener una familia, un trabajo digno, llorar, reír y jugar. Poder soñar un futuro, pensar un presente, inventar algún chiste, cuidar un vecino y amar locamente.
Muchas vidas en esta búsqueda están trabadas por no tener un lugar donde poder desplegarse. Algo del ambiente tiene que permitir este despliegue. Son los espacios sociales, económicos, jurídicos, políticos, entre otros –que nos parecen tan abstractos y lejanos– los que al mismo tiempo posibilitan que una persona encarne un destino y tome las riendas de su vida.
Por más invisible que parezca el andamiaje detrás de los escenarios montados por estos ambientes, su impacto es de lo más crudo y concreto en nuestra vida cotidiana. Las personas necesitamos un espacio para transformar nuestros conflictos en respuestas, un espacio que permita nuestro desarrollo emocional.
Hoy muchas de las personas que más lo necesitan no tienen acceso a un espacio público de salud mental. Los recursos en el Conurbano no alcanzan. Los servicios están desbordados y a los profesionales que trabajan en estos lugares no les dan las horas. Para muchos, si no hay acceso a un tratamiento es muy difícil que haya un progreso.
Pero no se trata sólo de denunciar, sino también de anunciar: esta situación también nos habla de mucha gente queriendo salir adelante, al encuentro de su ser más genuino, por más angustiado que se sienta. Hay un encuentro que sacia, y hay sed de ambientes en los que esto sea posible.
Todos estamos llamados a cuidar de las personas que quieren desplegarse, que no tienen acceso a ambientes que se lo faciliten, y que nos piden una mano. Todos podemos estar en este lugar de necesidad, y de seguro hemos estado ahí antes.
Desde esta clave en la Fundación Franciscana intentamos brindar algunos espacios, espacios que transforman nuestras pobrezas. Hacemos lo que podemos, pero desde nuestra experiencia es que queremos compartir esta intuición: más que quejarnos de la muerte, reguemos la vida. Todos los días tropezamos con el rostro del dolor y sabemos lo que es agarrar agua con las manos. Pero elegimos anunciar que transformar es posible.
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