Autoridades episcopales reiteraron la necesidad de buscar acuerdos para luchar contra este flagelo que impacta en el 53% de los argentinos. La grieta política y la disputa por la razón de ser de la justicia social, dividen las aguas de la dirigencia.
Sergio Rubin
El crecimiento de la pobreza en el país hasta rozar los niveles a los que trepó en la crisis de 2001 -o sea, a abarcar a más de la mitad de la población, como reveló esta semana el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC)- constituyen una demostración palmaria de que la dirigencia y, en particular, los políticos no aprendieron nada. El estallido de principios de milenio -que colocó a la Argentina al borde de su disolución- abrió paso a un gobierno con representantes de los principales partidos y una mesa de diálogo amparada por la Iglesia que permitieron sortear la gravísima crisis.
Medidas surgidas de aquellas contenedoras conversaciones, como el Plan Jefas y Jefes de Hogar, financiados por el campo, sofocaron la hoguera social. Pero los primeros atisbos de recuperación económica a la par de un fortalecimiento de la desflecada institución presidencial llevaron a que los políticos empezaran a dejar atrás los acuerdos alcanzados para mejorar la calidad institucional como marco para el inicio de un auténtico desarrollo. Por caso, una profunda reforma política. O ciertos consensos productivos.
La llegada a la presidencia de Néstor y Cristina Kirchner terminó de sepultar toda actitud acuerdista. Y si bien un cierto orden económico inicial -facilitado por los buenos precios de los productos argentinos- permitió algunos años de crecimiento, la instauración de la tristemente famosa grieta a partir del enfrentamiento con el campo y la incapacidad, las limitaciones o sencillamente el populismo que impidieron gestiones atinadas, abrieron paso a un deterioro imparable hasta el día de hoy.
Hay que decirlo una vez más: todos -o casi todos- los candidatos a presidente decían en campaña que si llegaban al poder iban a convocar a la oposición y a todos los sectores para buscar grandes acuerdos para afrontar los graves desafíos comenzando por la pobreza. Pero aquellos que triunfaron en los comicios rápidamente se olvidaron de su compromiso -o decían que no podían acordar con opositores que consideraban impresentables- y creyeron que solos podían, pero no pudieron.
Mientras tanto, la Iglesia no se cansaba de decir que había que volver a apostar al diálogo y la búsqueda de consensos. Pero Cristina Kirchner prefería seguir con la confrontación -el recordado “vamos por todo”- y Mauricio Macri llegó a tentarse con entrar en el juego de la pelea pensando en un eventual rédito electoral que no fue. Tras unos primeros meses de espíritu conciliador que le dieron una excelente imagen, Alberto Fernández también optó por el conflicto.
La historia confrontativa no cambió con la llegada de Javier Milei a la Presidencia. Más bien, se profundizó. Y desde la oposición, el kirchnerismo con Cristina a la cabeza parecen sentirse a gusto con la riña. Todas son descalificaciones. Que se haya llegado a 25 millones de pobres y a 8 millones y medio de indigentes no alcanza para conmover no sólo a muchos políticos, sino también a líderes de opinión que prefieren seguir cavando la grieta.
Ahora bien: ¿Es posible un diálogo entre posiciones tan antagónicas, como las de un peronismo que hace de la justicia social su principal bandera -más allá del modo en el que intenta implementarla- y un presidente como el actual que niega el concepto de justicia social? ¿Entre una concepción política que le otorga al Estado un papel fundamental en el proceso económico y otra que dice que es el peor enemigo del desarrollo de una nación?
El presidente del Episcopado, el obispo Oscar Ojea, se sumó esta semana a este debate tras la fuerte repercusión de las palabras del Papa Francisco sobre su país. “La autonomía absoluta de los mercados provoca desigualdad y esto es propio de la Doctrina Social de la Iglesia y a esto el Papa no va a renunciar. Esto no quiere decir que no se pueda abrir un diálogo para que las condiciones de nuestra gente más necesitada sean mejores”, dijo.
Consideró que “no hay oposición entre la macroeconomía sana y la justicia social, pero sí tenemos que buscar cómo complementamos las dos cosas. Ese es justamente el arte, porque si yo no establezco prioridades que tienen que ver con el bienestar de las personas no estoy haciendo política, me estoy olvidando de la persona. Que el presidente objete el concepto de justicia social no quiere decir que no se pueda seguir conversando”.
Por lo pronto, Ojea destacó la importancia de evitar escalar el conflicto social con situaciones de violencia. “Los jubilados están sufriendo la violencia de no llegar a fin de mes o de no poder comprar remedios. Esta es la primera violencia. Y su protesta es legítima. Si a esa violencia se responde con más violencia yo tengo que hacer la advertencia”, afirmó al justificar la crítica de Francisco por el uso de gas pimienta en una manifestación.
Llegados a este punto señaló: “No podemos decir que una protesta surge necesariamente porque hay dos o tres que la manipulan, que son al mismo tiempo dos o tres que se llenan de plata. Esto es un poquito infantil. Cuando hay violencia, cuando se siente verdaderamente que faltan elementos esenciales, la gente puede salir a la calle y puede reclamar. Tenemos que medir el tipo de respuesta, porque esto puede generar más violencia”.
De todas formas, admitió en una entrevista a Infobae que el corte de calles no es la forma. “Esto quiere decir -añadió- que cuando la protesta es legítima el gobierno tiene que poder dialogar con aquellos que la hacen para poder encauzar el modo de la protesta y que no provoque daño. Lo que nos está faltando es poder hablar, poder conversar. Hemos caído en el puro insulto, como si estuviéramos ya viviendo un ‘espíritu de guerra’, no digo ‘una guerra’”.
Para Ojea, “la advertencia del Papa es para que dialoguemos y conversemos sobre lo que vamos a hacer y no demos por terminado los diálogos porque sino no vamos a poder convivir como nación. Vamos a entrar necesariamente en una lucha sin escuchar nada al otro. Creo, en fin, que hay que repensar lo que significa la represión en función de la violencia que significa carecer de aquello necesario para vivir”.
En una declaración que difundió esta semana la Fundación Pensar, ligada al PRO, dijo que desde la vuelta a la democracia el 82% del crecimiento demográfico fue crecimiento de la pobreza. O sea, de los 17 millones más de argentinos, 14 millones son pobres. Y los planes sociales no contrarrestaron la pobreza. Por lo tanto, no queda otra. Nuestros políticos deben sentarse a hablar.
¿Es mucho pedir?
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