Francisco subraya que el diálogo con las otras confesiones cristianas es, antes que nada, un camino que va más allá de las controversias teológicas y se vuelve concreto en el testimonio común del compromiso por los que sufren.
ANDREA TORNIELLI - CIUDAD DEL VATICANO
La visita de Papa Francisco a Suecia, del lunes 31 de octubre al martes primero de noviembre, es un paso más (y muy importante) en el nada fácil camino ecuménico. Principalmente por la circunstancia concreta: la conmemoración de los 500 años de la Reforma y de los 50 del inicio del diálogo entre los católicos y los luteranos. Pero, más allá de las consideraciones sobre la naturaleza excepcional de este paso, hay que reconocer que la circunstancia forma parte de un recorrido que fue inaugurado con el Concilio Vaticano II.
También gracias a las experiencias que vivió en Buenos Aires, Francisco subraya de una manera particular que el diálogo con las demás confesiones cristianas es un camino que, antes que nada, va más allá de las controversias teológicas y se hace concreto en el testimonio común del compromiso por los que sufren, por los pobres. Esto no significa minimizar los resultados que se han obtenido gracias al diálogo teológico y al trabajo, a menudo arduo, de los expertos. Tanto con el mundo de la ortodoxia como con el de las Iglesias evangélicas se ha avanzado hacia la unidad, como lo demuestra, por ejemplo, la fundamental declaración común sobre la justificación firmada en 1999. En cambio, significa reconocer que el trabajo de los teólogos, de las comisiones, de las reuniones de alto nivel, simplemente no son suficientes. Y, sobre todo, insistir en que si todo ello se queda aislado, corre el peligro de postergar todo a un futuro siempre indefinido.
«Los signos de los tiempos nos impulsan a un testimonio común en la creciente plenitud de la verdad y del amor», dijo Juan Pablo II en Maguncia, en 1980.
«La fe, vivida a partir de lo íntimo de uno mismo, en un mundo secularizado, es la fuerza ecuménica más grande que nos une», afirmó Benedicto XVI en Erfurt en 2011. ¿Cómo ofrecer testimonio en la actualidad del bautismo común y de la fe en Cristo? Está «el ecumenismo de la sangre», al que se refiere a menudo Francisco y al que ya había aludido el mismo Papa Ratzinger en Erfurt, cuando recordó que los mártires de la época nazi, los católicos y los luteranos asesinados por los nazis, «nos guiaron los unos hacia los otros y suscitaron la primera gran apertura ecuménica». Este ecumenismo de la sangre se percibe no solo en la trágica condición de persecución que viven los cristianos en muchos países golpeados por la «tercera guerra mundial en pedacitos», sino también en la unidad y en la fraternidad que se respira entre las diferentes confesiones en donde los seguidores de Cristo son una pequeña minoría.
Si «el ecumenismo de la sangre» es, desgraciadamente, una realidad, hay otro ecumenismo sobre el que insiste Francisco, siguiendo las huellas de sus predecesores. Y es ese trabajar juntos para ofrecer testimonio del amor por los pobres, por los descartados, los que sufren, los migrantes. Con sus llamados al respecto, el Papa subraya que tocar «la carne de Cristo» en quienes sufren no es una consecuencia sociológica, un extra, un accesorio dispensable con respecto a la profesión de fe. No es, pues, una aplicación opcional de la doctrina social de la Iglesia, sino tiene que ver con el corazón mismo de la fe, con lo esencial de la fe cristiana. Es algo íntimamente relacionado con el mensaje evangélico. Porque el rostro de Jesús se encuentra en los que tienen hambre, en los que tienen sed, en los que están desnudos, en los forasteros, en los que están en las cárceles, como leemos en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo. Por ello, los cristianos (pecadores constantemente regenerados por la misericordia divina que sostiene al mundo) salen al encuentro de los últimos no para «llevarles» algo, sino para dejarse evangelizar, encontrando al Nazareno en el rostro y en la carne del pobre.
Frente a los migrantes y a los refugiados que huyen de las guerras en las que el Occidente ha tenido graves responsabilidades, por ejemplo, el cristiano no puede dejar de ver los rostros de aquella joven de Nazaret y de su esposo, obligados a huir a un país extranjero (pero acogedor) para salvarle la vida a un niño que nació en la precariedad de un pesebre. Los gestos ecuménicos de «deshielo», de cordialidad, de hermandad, así como el precioso trabajo de los teólogos y de las comisiones de expertos, son piezas de un mosaico cuya estructura más sólida es el testimonio de uno de los cristianos de las respectivas Iglesias. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros». «De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis».
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