Durante la Audiencia general, Francisco habló sobre «ídolos» como la ideología, el poder, la belleza, y recordó a una mujer que abortó para conservar la línea. Puso en guardia frente a esos «listos» que cobran la entrada.
IACOPO SCARAMUZZI - CIUDAD DEL VATICANO
«Una vez en Buenos Aires, tenía que ir a una iglesia y fui caminando; hay un parque en medio, y en el parque había unas mesitas, muchas, en las que había videntes sentados, estaba lleno de gente que hacía cola…». Prosiguiendo con el ciclo de catequesis dedicado a la esperanza cristiana, el Papa recordó, durante la Audiencia general, el ejemplo de los videntes que leen las manos y las cartas (una «estupidez») para ilustrar las «falsas esperanzas» que suscitan «ídolos» como la ideología, el poder, el éxito, la belleza o la salud, y recordó con «dolor» a una mujer, también de la capital argentina, que abortó para mantener la línea. Al final, el Papa puso en guardia a los fieles frente a esos «listos» que hacen pagar la entrada a la Audiencia.
Esperar, explicó Francisco, «es una necesidad primaria del hombre: esperar en el futuro, creer en la vida, el llamado “pensar positivo”. Pero es importante que tal esperanza sea puesta «en lo que verdaderamente puede ayudar a vivir y a dar sentido a nuestra existencia. Es por ello que las Sagradas Escrituras nos advierten sobre las falsas esperanzas que el mundo nos presenta, revelando su inutilidad y mostrando su insensatez. Y lo hace de diferentes maneras, pero, sobre todo, denunciando la falsedad de los ídolos» que constantemente tientan al hombre para que ponga en ellos sus esperanzas.
La fe, explicó el Papa, «es confiar en Dios, pero viene el momento en el que, al enfrentar las dificultades de la vida, el hombre experimenta la fragilidad de esa confianza y siente la necesidad de certezas diferentes, seguridades tangibles, concretas. “Me encomiendo a Dios, la situación es un poco fea, yo necesito una seguridad más concreta”. ¡Ahí está el peligro! Y entonces nos vemos tentados a buscar consolaciones efímeras, que parecen llenar el vacío de la soledad y aliviar las fatigas del creer».
Pensamos que podemos encontrarlas «en la seguridad que puede dar, por ejemplo, el dinero», explicó el Papa, «o en las alianzas con los poderosos, o seguridades en la mundanidad, en las falsas ideologías. A veces las buscamos en un dios que pueda replegarse y hacerla como nosotros queramos; un ídolo, justamente, que en cuanto tal no puede hacer nada, impotente y mentiroso. Pero a nosotros nos gustan los ídolos, nos gustan mucho. Una vez —prosiguió Jorge Mario Bergoglio—, en Buenos Aires, tenía que ir a una iglesia y fui caminando; hay un parque en medio, y en el parque había unas mesitas, muchas, en las que había videntes sentados, estaba lleno de gente que hacía cola: tú le dabas la mano y él comenzaba, el discurso es siempre el mismo: “Hay una mujer en tu vida, hay una sombra que viene, todo saldrá bien”, y tú pagabas. Y esto te da seguridad, la seguridad de (permítanme la palabra) de una estupidez. Esto es un ídolo: fui a ver al vidente, o a la vidente, o me echaron las cartas (sé que ninguno de ustedes hace estas cosas…) y quedé mejor. Me recuerda aquella película, “Milagro en Milán” (de Vittorio De Sica, ndr.), “¡qué cara, qué nariz! Cien liras”. Te hace pagar porque da una falsa esperanza. Nosotros estamos muy apegados, compramos falsas esperanzas, mientras que en la esperanza gratuita, Jesucristo que dio la vida gratuitamente por nosotros, no confiamos mucho».
Papa Francisco prosiguió la catequesis citando el Salmo 115, que «nos presenta, incluso de modo un poco irónico, la realidad absolutamente efímera de estos ídolos. nos presenta, incluso de modo un poco irónico, la realidad absolutamente efímera de estos ídolos. Y debemos entender que no se trata solo de representaciones hechas de metal o de otro material, sino también de aquellas construidas con nuestra mente, cuando confiamos en realidades limitadas que transformamos en absolutas, o cuando reducimos a Dios a nuestros esquemas y a nuestras ideas de divinidad; un dios que se nos asemeja, comprensible, predecible, justamente como los ídolos del cual habla el Salmo. El hombre, imagen de Dios, se fabrica un dios a su propia imagen, y es incluso una imagen mal hecha: no escucha, no actúa, y sobre todo no puede hablar. Pero, nosotros estamos más contentos de ir en los ídolos que ir al Señor. Estamos muchas veces más contentos de las efímeras esperanzas que te da esto que es falso, este ídolo, que la gran esperanza segura que nos da el Señor. A la esperanza en un Señor de la vida que con su Palabra ha creado el mundo y conduce nuestras existencias, se contrapone la confianza en imágenes mudas. Las ideologías con sus pretensiones de absoluto, las riquezas – y este es un gran ídolo –, el poder y el suceso, la vanidad, con sus ilusiones de eternidad y de omnipotencia, los valores como la belleza física y la salud, cuando se convierten en ídolos a los cuales sacrificar cada cosa, son todas realidades que confunden la mente y el corazón, y en vez de favorecer la vida la conducen a la muerte. Y feo escuchar y hace tanto mal al alma aquello que una vez, hace años, he escuchado, en otra diócesis: una mujer, una buena mujer, muy bella, era muy bonita y se vanagloriaba de su belleza, comentaba, como si fuera natural: “He debido abortar para que mi figura es muy importante”. Estos son los ídolos, y te llevan por el camino equivocado y no te dan la felicidad».
Si se pone la esperanza en los ídolos, dijo el Papa, como dice el Salmo, «no se tiene nada más que decir, se es incapaz de ayudar, cambiar las cosas, incapaces de sonreír, donarse, incapaces de amar. Y también nosotros, hombres de Iglesia, corremos este riesgo cuando nos “mundanizamos”. Es necesario permanecer en el mundo pero defenderse de las ilusiones del mundo». En este sentido, insistió, la esperanza cristiana «no defrauda. Jamás. Jamás. Los ídolos defraudan siempre: son fantasías, no son realidades. Esta es la estupenda realidad de la esperanza: confiando en el Señor nos hacemos como Él, su bendición nos transforma, nos transforma en sus hijos, que comparten su vida».
Al final de la Audiencia, el Papa retomó la palabra para explicar, con un boleto rojo para entrar a la Audiencia entre las manos: «Ahora tengo que decirles una cosa que no me gustaría decir, pero tengo que decirla. Para entrar a las Audiencias hay boletos de entrada, está escrito en los boletos en uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis lenguas: “El boleto es completamente gratuito”. Para entrar a la Audiencia, tanto en la Plaza como en el Aula, no hay que pagar, es gratis, es una visita gratuita que se hace al Papa para hablar con el Papa, con el obispo de Roma… Pero he sabido que hay unos listos —prosiguió— que hacen pagar el boleto. Si alguno les dice que para ir a la Audiencia del Papa hay que pagar, te están explotando: ¡atento, atenta! Esto es gratuito, se viene aquí sin pagar, porque esta es casa de todos, y quien te diga esto de pagar está cometiendo un delito, ese hombre, esa mujer, es un delincuente, ¡esto no se hace».
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