Papa Francisco denuncia el “anonimato ensordecedor” de miles de descartados en las grandes ciudades

“Dios vive en nuestras ciudades. La iglesia vive en nuestras ciudades”, clama el Papa

No fue Madonna, ni Elton John, ni Mike Tyson, ni Magic Johnson. El Papa Francisco llenó hasta la bandera el Madison Square Garden de Nueva York en una emotiva y espectacular Eucaristía, seguida por más de 20.000 personas, en la que denunció el "anonimato ensordecedor" de miles de descartados por las grandes ciudades. Donde, pese a todo, "vive Dios".

Pura emoción. El Papa Francisco llegó al Madison Square Garden después de recorrer Central Park, rodeado del fervor y los gritos de más de 80.000 personas, que tuvieron la suerte de conseguir entradas antes de la llegada de Bergoglio.

Un impresionante sistema de seguridad rodea el trayecto del Pontífice por la ciudad que nunca duerme. Pero eso no impide que la emoción se desborde. Especialmente a su llegada al Madison Square Garden, donde el Papa se detuvo a bendecir a un pequeño entubado, y a un joven con síndrome de Down y su familia, que rompieron a llorar inmediatamente después del abrazo papal.

Conciertos, partidos de la NBA, combates de boxeo, ... en esta ocasión no había ring, ni canastas, pero Francisco estuvo rodeado por más de 20.000 almas, en un espectáculo sobrecogedor, cuidado con mimo por la organización. Así lo recordó al comienzo de su homilía el Papa Francisco. "El Madison Square Garden es sede de importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra congregar a personas provenientes de distintas partes del mundo entero".

"En este lugar, que representa las distintas facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes, hemos escuchado que el pueblo que caminaba entre tinieblas, ha visto una gran luz", señaló el Papa, quien advirtió cómo el pueblo "camina, en medio de sus actividades, de sus rutinas, cargando sobre sí sus aciertos y sus miedos, sus oportunidades", y cómo el pueblo de Dios "es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz".

"Una de las particularidades del pueblo creyente -prosiguió el Pontífice- pasa por su capacidad de ver, de contemplar, en medio de sus oscuridades, la luz que Cristo viene a traer". Un pueblo "que sabe mirar, que sabe discernir, que sabe contemplar la presencia viva de Dios en medio de su vida, de su ciudad". Con el profeta, "hoy podemos decir el pueblo que camina, respira, vive entre el smog, ha visto una gran luz, ha experimentado una gran luz, un aire de vida".

No resulta tan sencillo. "Vivir en una ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes desafíos, no fáciles de resolver", reconoció el Papa, quien no obstante recordó que "las grandes ciudades son recuerdo de la diversidad de culturas, tradiciones e historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad, la manera que hemos encontrado para responder al sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontramos".

Por contra, las ciudades también "esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía, o ser ciudadanos de segunda categoría". "En las grandes ciudades -denunció Bergoglio-, bajo el ruido del tránsito, el ritmo del cambio, quedan silenciados tantos rostros por no tener derecho a la ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad: los extranjeros y sus hijos, faltos de educación, los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos... quedando al borde de nuestras calles, en un anonimato ensordecedor".

Personas que "se convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos. Y especialmente en nuestro corazón". Frente a ello, es preciso "saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose, implicándose e implicando a las personas en una sola historia de la salvación, nos llena de esperanza, que nos libera de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás. Un esperanza que nos libra de conexiones vacías, de análisis abstractos o rutinas sensacionalistas".

"Dios está en nuestras ciudades". Pero, ¿cómo encontrar a Dios que vive entre nosotros? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades pluriculturales? El Papa, tomando palabras de Isaías, presenta a Jesús, la luz, "como consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, príncipe de la paz".

"El primer movimiento que Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone siempre a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los otros, donde realmente están, y no donde nos gustaría que estuviesen. Vayan, una y otra vez, sin miedo, sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es para todo el pueblo", prosiguió Bergoglio.

Dios fuerte: "en Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el Dios con nosotros, que camina a nuestro lado, que se ha mezclado en nuestras casas, en nuestras ollas". Padre, "para siempre", pues "nada ni nadie podrá apartarnos de su amor". Por ello, "vayan y anuncien, vayan y vivan, que Dios está en medio de ustedes como un padre misericordioso, que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a casa. Y apenas lo ve venir, sale a abrazarlo. Esto es lindo. Un abrazo que busca purificar y elevar la dignidad de sus hijos. Padre que en su abrazo es buena noticia a los pobres, alivio de los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los débiles".

Y príncipe de la paz. "Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del anonimato de una vida sin rostros, una vida vacía, y nos introduce en la escuela del encuentro", declaró el Santo Padre, que "nos libera de la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano".

"Dios vive en nuestras ciudades. La iglesia vive en nuestras ciudades -concluyó-. Y Dios y la Iglesia quieren ser fermento en la masa, quieren mezclarse con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas de aquel que es consejero maravilloso, Dios fuerte, padre para siempre, príncipe de la paz".

Ésta fue la homilía del Papa:

 

Estamos en el Madison Square Garden, lugar emblemático de esta ciudad, sede de importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra congregar a personas provenientes de distintas partes, y no solo de esta ciudad, sino del mundo entero. En este lugar que representa las distintas facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes, hemos escuchado: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1). El pueblo que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de sus rutinas; el pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y equivocaciones, sus miedos y oportunidades ha visto una gran luz. El pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amarguras ha visto una gran luz.

El Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz. Luz que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de júbilo, lo expresaba el anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada rincón de esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.

«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Una de las particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver, de contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a traer. Ese pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe contemplar la presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el «smog», ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.

Vivir en una gran ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, tradiciones e historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos. A su vez, las grandes ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser ciudadanos de segunda categoría. En las grandes ciudades, bajo el ruido del tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por no tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad -los extranjeros, los hijos de estos (y no solo) que no logran la escolarización, los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos-, quedando al borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un anonimato ensordecedor. Se convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en nuestro corazón.

Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra ciudad. Una esperanza que nos libra de «conexiones» vacías, de los análisis abstractos o de las rutinas sensacionalistas. Una esperanza que no tiene miedo a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde le toque vivir y actuar. Una esperanza que nos invita a ver en medio del «smog» la presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad.

¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del «smog» de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades pluriculturales?

El profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a mirar». Nos presenta a Jesús como «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De esta manera, nos introduce en la vida del Hijo para que también sea nuestra vida.

«Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo muchos van a preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El primer movimiento que Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone siempre a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los otros, donde realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen. Vayan, una y otra vez, vayan sin miedo, sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es para todo el pueblo.

«Dios fuerte». En Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado en nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como le gustaba decir a santa Teresa de Jesús.

«Padre para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su Amor. Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un Padre misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a casa, y apenas lo ve venir corre a abrazarlo. Abrazo que busca asumir, purificar y elevar la dignidad de sus hijos. Padre que, en su abrazo, es «buena noticia a los pobres, alivio de los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes» (Is 61,1).

«Príncipe de la paz». El andar hacia los otros para compartir la buena nueva que Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del anonimato, de una vida sin rostros, vacía y nos introduce en la escuela del encuentro. Nos libera de la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano.

Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras ciudades y quiere ser fermento en la masa, quiere mezclarse con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.

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