En la audiencia general, Francisco confía la lectura de la catequesis a un funcionario de la Secretaría de Estado debido a la dificultad para hablar por un resfriado. En el texto, se detiene en la Visitación, la visita de María a Isabel, y en los rasgos de la Virgen, que después de su asombro por lo que le había anunciado el ángel, se pone en camino, sin miedo a los peligros ni a los juicios de los demás, y empujada por el amor va a ayudar a un pariente.
Es el “misterio de la Visitación”, María que va a visitar a Isabel, pero también Jesús que “en el seno materno” visita a su pueblo, el centro de la catequesis de Francisco en la audiencia general de hoy, 5 de febrero, en el Aula Pablo VI. El Papa confió la lectura al padre Pierluigi Giroli, funcionario de la Secretaría de Estado. “Quiero disculparme porque con este fuerte resfriado me resulta difícil hablar”, lamentó. En el texto de su reflexión se detiene particularmente en María, un ejemplo a imitar, una mujer que no duda en ofrecer su disponibilidad a Dios, que se proyecta hacia el otro y a través de la cual descubre que toda alma que cree y espera “concibe y engendra la Palabra de Dios”.
María, que no teme los peligros ni los prejuicios
María, “después de su asombro y admiración ante lo que le anuncia el Ángel, no elige protegerse del mundo, no teme los peligros y los juicios de los demás, sino que sale al encuentro con los demás”.
Cuando una persona se siente amada, experimenta una fuerza que pone en movimiento el amor; como dice el apóstol Pablo, “el amor de Cristo nos posee” (2Cor 5,14), nos impulsa, nos mueve. María siente el impulso del amor y acude a ayudar una mujer que es pariente suya, pero también una anciana que, tras una larga espera, acoge un embarazo inesperado, difícil de afrontar a su edad. Pero la Virgen acude a Isabel también para compartir su fe en el Dios de lo imposible y la esperanza en el cumplimiento de sus promesas.
El Magnificat, alabanza a Dios llena de fe, esperanza y alegría
El encuentro entre las dos mujeres – continúa el Papa - produce un impacto sorprendente: la voz de la “llena de gracia” que saluda a Isabel provoca la profecía en el niño que la anciana lleva en su vientre y suscita en ella una doble bendición: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” Y también una bienaventuranza: “¡Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá!”.
Ante al reconocimiento de la identidad mesiánica de su Hijo y de su misión como madre, María no habla de sí misma sino de Dios y eleva una alabanza llena de fe, esperanza y alegría, un canto que resuena cada día en la Iglesia durante la oración de las Vísperas: el Magnificat.
Un canto de redención
Esta alabanza al Dios Salvador, que brota del corazón de su humilde sierva, “es un solemne memorial que sintetiza y cumple la oración de Israel” – explica el Papa – y está entretejida de resonancias bíblicas, signo que María no quiere cantar ‘fuera del coro’ sino sintonizar con los padres, exaltando su compasión por los humildes, esos pequeños a los que Jesús en su predicación declarará “bienaventurados”. El Magnificat es también “un canto de redención, que tiene como trasfondo la memoria de la liberación de Israel de Egipto”.
María canta la gracia del pasado, pero es la mujer del presente que lleva en su vientre el futuro.
La obra divina para la salvación de lo hombres
En el cantico se pueden distinguir dos partes, especifica además Francisco: la primera, “alaba la acción de Dios en María, microcosmos del pueblo de Dios que se adhiere plenamente a la alianza”, la segunda “recurre la obra del Padre en el macrocosmos de la historia de sus hijos (vv. 51-55), a través de tres palabras clave: memoria – misericordia – promesa”.
El Señor, que se inclinó sobre la pequeña María para hacer en ella «grandes cosas» y convertirla en la madre del Señor, comenzó a salvar a su pueblo desde el éxodo, recordando la bendición universal prometida a Abraham. El Señor, Dios fiel para siempre, ha derramado un torrente ininterrumpido de amor misericordioso «de generación en generación» (v. 50) sobre el pueblo fiel a la alianza, y ahora manifiesta la plenitud de la salvación en su Hijo, enviado para salvar al pueblo de sus pecados.
En el Magnificat está, pues, toda la obra de la redención de Dios, “desde Abraham hasta Jesucristo y la comunidad de los creyentes”, concluye Francisco, exhortando finalmente a pedir “al Señor la gracia de saber esperar el cumplimiento de todas sus promesas” y también “que nos ayude a acoger en nuestras vidas la presencia de María”.
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