Cualquiera que lea los Evangelios con piedad tiene una vaga idea de lo infinita que es la misericordia divina. Durante toda la vida de Nuestro Señor, no vemos un acto que no se haga por la salvación de los hombres y por su amor. Apenas la semana pasada contemplamos la hermosa y conmovedora parábola del hijo pródigo, capaz de infundir confianza en los pecadores más empedernidos. Pero esta misma bondad, puesta en parábola, ayer domingo, se manifiesta en la persona de Jesús.
Odio por la bondad
Si es verdad que “es hermoso de noche creer en la luz”, [1] con mayor razón la bondad infinita de Nuestro Señor se hace más resplandeciente cuando se la contrasta con el odio y la malicia de los malvados. Esto es lo que contemplabamos en el Evangelio de ayer.
Los fariseos, queriendo tenderle una trampa a Nuestro Señor, le llevan a una mujer que fue sorprendida en flagrante adulterio. Conocían la bondad de Jesús, sabían que Él tendría misericordia con la culpable; pero odiaban esta bondad, y querían poder acusarlo de violar la Ley Divina. [2]
De hecho, cabe preguntarse si este caso no fue montado por los fariseos sólo para condenar a Nuestro Señor. ¿Dónde, por ejemplo, estaba el adúltero, el infractor? ¿No habría sido él un cómplice de los fariseos para tender una trampa contra Nuestro Señor? La misma expresión “sorprendida en adulterio”, utilizada por los fariseos, da aún más sustancia a la hipótesis de un crimen planeado por varias personas.
De un modo u otro, la bondad infinita de Nuestro Señor se manifiesta al final del Evangelio: “Yo tampoco te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8,1). Mucho más que una escena montada por los fariseos, este hecho era conocido por Dios desde toda la eternidad y permitido por Él para que sirviera de lección a toda la humanidad.
¿Justicia o misericordia?
La primera lectura de ayer decía: “Este pueblo lo creé para mí y cantará mis alabanzas” (Is 43,21). Fuimos creados para amar, servir y glorificar a Dios. ¡Pero cuántas veces los hombres se han apartado de Dios para elegir el camino del pecado, ignorando el fin para el que fueron creados!
Y Dios, ¿qué hace? ¿Se mantienes de brazos cruzados? Sería una blasfemia pensar eso…
Él no ve la hora de volver a tener humanidad en su corazón y, por eso, a menudo nos envía dolor y sufrimiento.
Una guerra y tantas otras catástrofes por las que pasamos a veces no son un acto de justicia, sino de misericordia. Dios no querría la guerra, pero la permite para que muchas almas, una vez descarriadas por los pecados, se vuelvan a Él plenamente convertidas.
En Ucrania, por ejemplo, un gran número de personas se están convirtiendo, pidiendo el bautismo, la primera Comunión, tratando de regularizar su vida matrimonial, a pesar de la triste situación de la que tenemos noticia. Esto nos recuerda la narración del diluvio, cuando la incalculable masa de agua terminó siendo la causa de la salvación de muchas almas…
Pero como Dios es “bueno, compasivo y clemente” (Jl 2, 13), nunca envía castigos a la humanidad sin previo aviso. Dios procede así esperando una conversión sin necesidad de castigo, como sucedió con los ninivitas cuando escucharon la predicación del profeta Jonás.
Antiguamente, Dios dio estas advertencias a través de los profetas; pero su compromiso para salvarnos es tan infinito que, en nuestros días, nos habla a través de su Santísima Madre: La Salette y Fátima son ejemplos característicos.
Conversión: ¿ahora o después?
¿Y cuál es la relación con la mujer adúltera?
“Yo tampoco te condeno. Puedes irte y, de ahora en adelante, no peques más. (Jn 8,11).
Ella estaba a punto de ser apedreada, y en este último momento, Jesús quiso perdonarla, siempre que no volviera a pecar.
¿Y la humanidad de nuestros días? ¿No está a punto de ser castigada por las manos de Dios? Sin embargo, el Dios de las misericordias se acerca a nosotros para perdonarnos, siempre y cuando estemos dispuestos a una mudanza de vida.
La situación actual aún no nos ha alcanzado en gran escala. Pero tal vez no tarde mucho… ¿Esperaremos a que el castigo nos toque la piel para arrepentirnos y convertirnos, o vamos a aprovechar la oportunidad que nos da Nuestro Señor para no ser tomados por sorpresa? Si lo hacemos, podemos cantar con el salmista de ayer:
“El Señor ha hecho maravillas por nosotros, exultemos de alegría” (Sal 125, 3)
Estaremos, por tanto, en condiciones de esperar con alegría el triunfo del Inmaculado Corazón de María, si lo hacemos.
La elección es nuestra. En todo caso, es mejor cambiar de vida por la predicación de Jonás que por las aguas del diluvio.
Por Lucas Resende
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