En la Iglesia, el culto y la doctrina van de la mano: celebramos porque creemos, celebramos lo que creemos, y creemos lo que celebramos. En otras palabras, la liturgia celebra nuestra fe, y nuestra fe se expresa en la liturgia
La unión de culto y doctrina es indisoluble e interdependiente debido a que ambas tienen: un mismo origen, el don de Jesús encarnado, muerto y resucitado; una misma fuerza, la del Espíritu Santo; un mismo fin, la gloria de Dios Padre; una misma comunidad, la Iglesia; y una misma celebración, la del misterio de nuestra fe, en la oración y los sacramentos, empezando por la Santa Misa.
Una, pero no única
Cabe señalar que la liturgia es una, igual que nuestra fe, aunque se expresa de diversos modos, según los tiempos y los pueblos. En este sentido es una, pero no única. Esto no es nuevo, sino parte de la vida eclesial de todos los tiempos. Nunca ha existido una única forma de celebrar el misterio de nuestra fe; nunca ha existido un rito único, pero todos ellos conservan unidad en lo esencial según la fe recibida de Jesús y transmitida por los Apóstoles.
“Desde la primera comunidad de Jerusalén hasta la Parusía, las Iglesias de Dios, fieles a la fe apostólica, celebran en todo lugar el mismo Misterio pascual. El Misterio celebrado en la liturgia es uno, pero las formas de su celebración son diversas”.
(Catecismo de la Iglesia Católica–CIC–, n. 1200)
La Iglesia tiene la misión de custodiar fielmente este tesoro; por ello enseña que “ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad. Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia”. (CIC 1125).
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Los teólogos y peritos en liturgia hablan de lex orandi a lo que celebramos, y lex credendi a la fe que profesamos. Y ambas se unen en la lex vivendi; es decir, la síntesis que vivimos. Para vivir la fe que celebramos, la Iglesia mantiene inmutable aquello que es de institución divina, mientras que adapta, según los tiempos y culturas, aquello que es susceptible de cambios en orden a la alabanza a Dios y santificación de los fieles. Esto no solo le es posible, sino que, según las circunstancias, le obliga en razón de su ministerio de ser Madre y Maestra de nosotros, sus hijos (Cf. CIC 1205).
Por lo que respecta a la fe personal, queda claro que, también, es una con la de la Iglesia. Cada uno, por el bautismo, nos hemos ido adhiriendo a la fe de la Iglesia, al punto de formar todos juntos un mismo pueblo. No somos islas que coexistimos en la inmensa geografía de la Iglesia, profesando cada quien ‘su’ credo y celebrando ‘su’ liturgia. Somos un cuerpo –el de Cristo–; nos une el mismo Credo y liturgia; y nos une, también, una misma autoridad, la de la Iglesia regida por los Apóstoles y sus sucesores, con san Pedro a la cabeza.
A este respecto, la Comisión Teológica Internacional –organismo del Dicasterio para la Doctrina de la Fe– señala:
“La comunión eucarística con Cristo de cada individuo ha de verificarse mediante la comunión de fe con el Papa y con el obispo local, nominalmente mencionados en cada celebración eucarística. Quien comulga no confiesa solamente a Cristo, sino que también comulga con la confesión de fe de la comunidad en la que participa de la Eucaristía” (La reciprocidad entre fe y sacramentos en la economía sacramental, n. 127).
Lo anterior es fundamental para evitar la tentación de convertir la fe y la liturgia de la Iglesia en un menú a la carta donde cada quien escoge lo que le gusta y rechaza lo que le disgusta; acepta lo que entiende, y relativiza lo que le trasciende; acoge la autoridad de quien le es empático, y se rebela con quien le es antipático.
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En resumen, la unidad de la Iglesia no solo se manifiesta en la fe que profesa y en el culto que celebra, sino en la autoridad que la gobierna pastoralmente.
Esta autoridad episcopal es esencial y constitutiva de la Iglesia en virtud de su Fundador, nuestro Señor, que quiso encomendar el cuidado de ella a sus Apóstoles, presididos por san Pedro.
"Cristo, al instituir a los Doce, 'formó una especie de colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él' (LG 19). 'Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles'(LG 22; cf. CIC, can 330)".
(CIC 880)
“El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). "Consta que también el colegio de los apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro" (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás Apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa” (CIC 880-881).
“Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre” (San Cipriano de Cartago)
Acoger con amor a la Iglesia de Jesucristo no es algo subjetivo sino muy concreto y práctico. Implica profesar sus atributos y características: “Una, santa, católica y apostólica” y asumir las consecuencias de ello no solo como un acto racional, ni solo de memoria, sino con una adhesión de corazón a ella, nuestra Madre amada.
Una concreción muy precisa en la que se puede verificar lo anterior es en la obediencia filial a los pastores que la gobiernan, desde el Papa, hasta el Obispo local. Tal adhesión es en virtud de su ministerio episcopal en la sucesión apostólica, no en virtud de su posible simpatía, calidad moral, inteligencia, vida espiritual o práctica de virtudes.
Cierto que esta adhesión representa un reto muy grande cuando el Papa o el Obispo local no responde a los gustos o expectativas de cada fiel o de cada comunidad eclesial; y máxime aún cuando se guarda cierto –o abierto– recelo por encontrar contrastes con determinadas tradiciones propias. Aquí es donde debemos asumir que el Papa y el Obispo local tienen la autoridad para gobernarnos; y más allá, confiar en que la Iglesia no es un barco a la deriva.
En efecto, el Espíritu Santo la conduce según su santa, preciosa y perfecta voluntad. Los errores de sus miembros no la hacen equívoca. Los pecados de sus hijos no le restan santidad. La Iglesia goza del carisma de la verdad por la asistencia del mismo Espíritu Santo. La sucesión apostólica es garante de ello en el magisterio que interpreta y custodia.
Si bien es cierto que el Papa y los Obispos, en tanto humanos, pueden equivocarse, también es cierto que la Iglesia en conjunto, como Cuerpo, no. Y más allá, el Papa goza de infalibilidad por especial asistencia del Espíritu Santo cuando proclama solemnemente una verdad de fe y moral.
Que todo esto, pues, nos haga vivir en paz y caridad, según lo enseña san Agustín de Hipona: “En lo esencial, unidad; en lo opinable, libertad, y en todo, caridad”.
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