El Papa Francisco alentó a la Iglesia que peregrina en Azerbaiyán «pequeño rebaño pero de gran valor a los ojos de Dios»
Tras concluir la etapa georgiana, de su viaje caucásico, que había empezado en Armenia (24-26 de junio de 2016), el Santo Padre emprendió el vuelo que lo llevó a Bakú, desde Tiflis, donde fue despedido por el Presidente de Georgia y por el Patriarca Elías II.
En la segunda y última etapa del XVI Viaje Apostólico internacional de su Pontificado, cuyo lema es «Todos somos hermanos» (cfr. Mt 23,8), el Papa celebró la Santa Misa en la Iglesia de la Inmaculada en el centro salesiano de la capital azerí, donde esperaban al Santo Padre numerosos fieles que lo recibieron con un gran entusiasmo.
Con la Palaba de Dios del XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, el Sucesor de Pedro destacó en su homilía «dos aspectos esenciales de la vida cristiana: la fe y el servicio».
«Dios cambia el mundo cambiando nuestros corazones, y esto no puede hacerlo sin nosotros. El Señor quiere que le abramos la puerta del corazón para poder entrar en nuestra vida. Este abrirnos a él, esta confianza en él es precisamente lo que ha vencido al mundo: nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4)», recordó el Papa Francisco e hizo hincapié en que «la fe se enlaza con el servicio», para luego subrayar que «no estamos llamados a servir de vez en cuando, sino a vivir sirviendo».
Siguiendo e imitando a Jesús, que nos dice también hoy: «El que quiera servirme que me siga» (Jn 12,26), recordó el Papa Francisco y señaló que «el servicio resume en sí todo el estilo de vida cristiana».
«Permanezcan siempre unidos, viviendo humildemente en caridad y alegría, el Señor que crea la armonía en la diferencia los custodiará», fue también la exhortación del Santo Padre, tras poner en guardia en particular contra dos tentaciones. La de dejar que el corazón se vuelva tibio y la de ser demasiado activos.
(CdM – RV)
Texto completo de la homilía del Santo Padre:
La palabra de Dios nos presenta hoy dos aspectos esenciales de la vida cristiana: la fe y el servicio.
A propósito de la fe, le hacen al Señor dos peticiones concretas.La primera es del profeta Habacuc, que suplica a Dios para que intervenga y restablezca la justicia y la paz, que los hombres han destruido con la violencia, las disputas y las contiendas: «¿Hasta cuándo, Señor, - dice - pediré auxilio sin que tú me escuches?» (Ha 1,2). Dios, en su respuesta, no interviene directamente, no resuelve la situación de modo brusco, no se hace presente con la fuerza. Al contrario, invita a esperar con paciencia, sin perder nunca la esperanza; sobre todo, subraya la importancia de la fe. Porque el hombre vivirá por su fe (cf. Ha 2,4). Así actúa Dios también con nosotros: no favorece nuestros deseos de cambiar el mundo y a los demás de manera inmediata y continuamente, sino que busca ante todo curar el corazón, mi corazón, tu corazón, el corazón de cada uno; Dios cambia el mundo cambiando nuestros corazones, y esto no puede hacerlo sin nosotros. El Señor quiere que le abramos la puerta del corazón para poder entrar en nuestra vida. Este abrirnos a él, esta confianza en él es precisamente lo que ha vencido al mundo: nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4). Porque cuando Dios encuentra un corazón abierto y confiado, allí puede hacer sus maravillas.
Pero tener fe, una fe viva, no es fácil, y de ahí la segunda petición, esa que los Apóstoles dirigen al Señor en el Evangelio: «Auméntanos la fe» (Lc 17,6). Es una hermosa súplica, una oración que también nosotros podríamos dirigir a Dios cada día. Pero la respuesta divina es sorprendente, y también en este caso da la vuelta a la petición: «Si tuvierais fe...». Es él quien nos pide a nosotros que tengamos fe. Porque la fe, que es un don de Dios y hay que pedirla siempre, también requiere que nosotros la cultivemos. No es una fuerza mágica que baja del cielo, no es una «dote» que se recibe de una vez para siempre, ni tampoco un superpoder que sirve para resolver los problemas de la vida. Porque una fe concebida para satisfacer nuestras necesidades sería una fe egoísta, totalmente centrada en nosotros mismos. No hay que confundir la fe con el estar bien o sentirse bien, con el ser consolados para que tengamos un poco de paz en el corazón. La fe es un hilo de oro que nos une al Señor, la alegría pura de estar con él, de estar unidos a él; es un don que vale la vida entera, pero que fructifica si nosotros ponemos nuestra parte.
Y, ¿cuál es nuestra parte? Jesús nos hace comprender que es el servicio. En el Evangelio, en efecto, el Señor pone las palabras sobre el servicio después de las referidas al poder de la fe. Fe y servicio no se pueden separar, es más, están estrechamente unidas, enlazadas entre ellas. Para explicarme, quisiera usar una imagen que os es familiar, la de una bonita alfombra: vuestras alfombras son verdaderas obras de arte y provienen de una antiquísima tradición. También la vida cristiana de cada uno viene de lejos, y es un don que hemos recibido en la Iglesia y que proviene del corazón de Dios, nuestro Padre, que desea hacer de cada uno de nosotros una obra maestra de la creación y de la historia. Cada alfombra, lo sabéis bien, se va tejiendo según la trama y la urdimbre; sólo gracias a esta estructura el conjunto resulta bien compuesto y armonioso. Así sucede en la vida cristiana: hay que tejerla cada día pacientemente, entrelazando una trama y una urdimbre bien definidas: la trama de la fe y la urdimbre del servicio. Cuando a la fe se enlaza el servicio, el corazón se mantiene abierto y joven, y se ensancha para hacer el bien. Entonces la fe, como dice Jesús en el Evangelio, se hace fuerte y realiza maravillas. Si avanza por este camino, entonces madura y se fortalece, a condición de que permanezca siempre unida al servicio.
Pero, ¿qué es el servicio? Es posible pensar que consista sólo en ser fieles a nuestros deberes o en hacer alguna obra buena. Pero para Jesús es mucho más. En el Evangelio de hoy, él nos pide, incluso con palabras muy fuertes, radicales, una disponibilidad total, una vida completamente entregada, sin cálculos y sin ganancias. ¿Por qué es tan exigente? Porque él nos ha amado de ese modo, haciéndose nuestro siervo «hasta el extremo» (Jn 13,1), viniendo «para servir y dar su vida» (Mc 10,45). Y esto sucede aún hoy cada vez que celebramos la Eucaristía: el Señor se presenta entre nosotros y, por más que nosotros nos propongamos servirlo y amarlo, es siempre él quien nos precede, sirviéndonos y amándonos más de cuanto podamos imaginar y merecer. Nos da su misma vida. Y nos invita a imitarlo, diciéndonos: «El que quiera servirme que me siga» (Jn 12,26).
Por tanto, no estamos llamados a servir sólo para tener una recompensa, sino para imitar a Dios, que se hizo siervo por amor nuestro. Y no estamos llamados a servir de vez en cuando, sino a vivir sirviendo. El servicio es un estilo de vida, más aún, resume en sí todo el estilo de vida cristiana: servir a Dios en la adoración y la oración; estar abiertos y disponibles; amar concretamente al prójimo; trabajar con entusiasmo por el bien común.
También los creyentes sufren tentaciones que alejan del estilo de servicio y terminan por hacer la vida inservible. ¡Donde no hay servicio la vida es inservible! Aquí podemos destacar dos. Una es dejar que el corazón se vuelva tibio. Un corazón tibio se encierra en una vida perezosa y sofoca el fuego del amor. Un corazón tibio se cierra en una vida que sofoca, con su pereza, el fuego del amor. El que es tibio vive para satisfacer sus comodidades, que nunca son suficientes, y de ese modo nunca está contento; poco a poco termina por conformarse con una vida mediocre. El tibio reserva a Dios y a los demás algunos «porcentajes» de su tiempo y de su corazón, sin exagerar nunca, sino más bien buscando siempre recortar. Así su vida pierde sabor: es como un té que era muy bueno, pero que al enfriarse ya no se puede beber. Estoy convencido de que vosotros, viendo los ejemplos de quienes os han precedido en la fe, no dejaréis que vuestro corazón se vuelva tibio. Toda la Iglesia, que tiene una especial simpatía por vosotros, os mira y os anima: sois un pequeño rebaño pero de gran valor a los ojos de Dios.
Hay una segunda tentación en la que se puede caer, no por ser pasivos, sino por ser «demasiado activos»: es la de pensar como dueños, de trabajar sólo para ganar prestigio y llegar a ser alguien. Entonces, el servicio se convierte en un medio y no en un fin, porque el fin es ahora el prestigio, después vendrá el poder, el querer ser grandes. «Entre vosotros —nos recuerda Jesús a todos— no será así: el que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor» (Mt 20,26). Así se edifica y se embellece la Iglesia. Retomo la imagen de la alfombra, aplicándola a vuestra hermosa comunidad: cada uno de vosotros es como un espléndido hilo de seda, pero sólo si los distintos hilos están bien entrelazados crean una bella composición; solos, no sirven. Permaneced siempre unidos, viviendo humildemente en caridad y alegría; el Señor, que crea la armonía en la diferencia, os custodiará.
Que nos ayude la intercesión de la Virgen Inmaculada y de los santos, en particular santa Teresa de Calcuta, los frutos de cuya fe y servicio están entre vosotros. Acojamos algunas de sus espléndidas palabras, que resumen el mensaje de hoy y dice así: «El fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio es la paz» (Camino de sencillez, Introducción).
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