Entrevista exclusiva con el cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado de la Santa Sede
¿Qué representa para Su Eminencia Reverendísima la Orden del Santo Sepulcro? ¿Cuál sería su lugar en la Iglesia universal? ¿Se podría decir que se trata de la única orden de caballería vinculada intrínsecamente a la Santa Sede, ya que el Gran Maestre es nombrado por el Papa?
Desde principios del cristianismo, la Tierra donde nació, vivió y murió Nuestro Señor ocupó un lugar especial en el corazón de los creyentes y de las diferentes comunidades eclesiales que se iban extendiendo poco a poco más allá del mundo judío. Muchos fieles optaron por vivir el Evangelio ya fuera en forma solitaria, como los eremitas, o reuniéndose en los lugares que habían conocido la presencia terrena de Cristo, en particular los vinculados a las etapas de su vida pública, comenzando por el Santo Sepulcro. Muchos también sintieron la necesidad de visitarlos. Así empezaron las peregrinaciones, una forma de viaje devocional y existencial que vivió un gran incremento en la Edad Media. Fue en esa época cuando nació la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro, en referencia explícita a la tumba que acoge el cuerpo sin vida de Jesucristo y donde resucita. Se vio la necesidad de defender su integridad y la de aquellos que iban a visitarla.
Entre todos aquellos que se comprometieron en esta noble empresa se encuentran los Caballeros del Santo Sepulcro. Los primeros documentos que hablan de ellos remontan al año 1336. A partir del siglo XIV, los Papas intentaron fijar algunas reglas, sobre todo en un plan jurídico y ampliaron poco a poco sus tareas para dedicarse a preservar la fe en Tierra Santa y ayudar a obras caritativas y sociales de la Iglesia, en particular las que están promovidas por el Patriarcado latino de Jerusalén.
La Orden siempre ha gozado de la protección de los Sumos Pontífices. Para citar sólo algunos episodios recordemos que en 1496 Alejandro VI decidió que él mismo sería el Moderador Supremo, delegando a los franciscanos – a quienes se había confiado el encargo del Santo Sepulcro por Clemente VI en 1342 – el poder de conferir la Caballería a los nobles y a otros Caballeros que iban de peregrinación a Tierra Santa. La confirmación de este privilegio concedido a los franciscanos fue renovada por León X en 1516, luego por Benedicto XIV en 1746 y, por último, en 1847, por Pío IX, que reconstituyó la Orden. En 1888, León XIII también concedió la posibilidad de nombrar a las Damas. En 1907, Pío X decidió que el título de Gran Maestre de la Orden pertenecía al Papa mismo. En 1932, Pío XI aprobó los nuevos estatutos y concedió a los Caballeros y Damas la posibilidad de recibir la investidura no sólo en Jerusalén. En 1940, Pío XII nombró a un Cardenal Protector de la Orden. Después del concilio ecuménico Vaticano II, san Pablo VI, en 1977, aprobó los nuevos estatutos. San Juan Pablo II concedió a la Orden la personalidad jurídica vaticana. El actual Gran Maestre es Su Eminencia el cardenal Edwin Frederick O'Brien.
La Orden Ecuestre del Santo Sepulcro es, junto con la Soberana Orden Militar de Malta, una de las dos Órdenes de Caballería reconocidas por la Santa Sede. En la primera, el Gran Maestre es nombrado por el Papa, mientras que en la segunda es confirmado por él.
Los 30 000 Caballeros y Damas están presentes en todo el mundo, muy activos en el corazón de las Iglesias locales, unidos fuertemente a los obispos locales, que son a menudo los Grandes Priores de las Lugartenencias de la Orden. ¿Diría V. Em. que la misión de los miembros de la Orden es ser embajadores de Tierra Santa en sus respectivas diócesis?
Podríamos decir, sin miedo a equivocarnos, que los miembros de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro, tanto los Caballeros como las Damas, son como “embajadores” de Tierra Santa. En efecto, no sólo viven su fe cristiana y manifiestan su adhesión a la Iglesia católica en los lugares donde viven y trabajan – en este sentido todos los bautizados están llamados a ser “embajadores de Cristo” (cf. 2 Co 5, 20) – pero, con su presencia, en las parroquias y diócesis de pertenencia, sostienen iniciativas en favor de los lugares santos y sensibilizan a los fieles para atender las necesidades de los cristianos que viven en ellos, a menudo en condiciones difíciles, si no dramáticas. Hoy, la tarea más urgente es crear las condiciones políticas y socio-económicas que permitan que los cristianos permanezcan en Tierra Santa, porque interesa a toda la Iglesia que la Tierra de Jesús no se convierta en un museo de vestigios arqueológicos y piedras preciosas, sino que siga siendo una Iglesia construida con «piedras vivas» (1P 2, 5); cristianos que, desde hace dos mil años, continúan la tradición ininterrumpida de la presencia de los discípulos de Cristo. Se pide, pues, a los miembros de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro, no sólo que favorezcan la recaudación de fondos para las realidades eclesiales presentes en Tierra Santa, sino también orar y trabajar para que la paz prevalezca sobre las divisiones y la violencia.
La Tierra Santa ve un aumento excepcional de las peregrinaciones desde hace dos o tres años. ¿Cómo analiza este fenómeno que afecta a la Iglesia Madre de Jerusalén? ¿Puede además confiarnos alguna experiencia espiritual personal vivida en el Santo Sepulcro?
Las peregrinaciones son una manera importante de sostener la presencia cristiana en Tierra Santa. También gracias a estos viajes de fe los cristianos pueden ayudar a los hermanos que viven allí. Esto permite a los cristianos de Tierra Santa trabajar y sustentar a sus familias. Sin esta aportación de solidaridad, Tierra Santa sería más pobre no sólo en el plano económico, sino y sobre todo desde el punto de vista humano. Las peregrinaciones permiten, en efecto, un intercambio de culturas, lenguas, tradiciones, etc., que abren al conocimiento y al respeto recíproco, promoviendo una sociedad fundada en los valores de justicia y fraternidad universales. Si, por una parte, los peregrinos aportan recursos a los habitantes de estas tierras, por otra, reciben mucho más de lo que pueden ofrecer. De hecho, el peregrino vive una experiencia de fe en los lugares de la historia de la salvación que han visto el paso de Jesús en esa tierra. Un viaje por la memoria y, al mismo tiempo, un redescubrimiento del Evangelio que se encarna en todo tiempo y en todas las latitudes.
Puedo decir que, para mí, las visitas a Tierra Santa, empezando por la primera en 1980, inmediatamente después de mi ordenación sacerdotal, han constituido una experiencia humana y espiritual inolvidable. Recuerdo con gran emoción la noche en que, en 2009, en vísperas del viaje apostólico del papa Benedicto XVI, pude orar largamente en Getsemaní, en la basílica de la Agonía, completamente vacía, hasta bien avanzada la noche. O la misa celebrada en el edículo del Santo Sepulcro, a la mañana siguiente, al amanecer. Fueron momentos muy intensos, como los que viví siguiendo al papa Francisco en 2014, que dejaron un signo indeleble en mi corazón y que recuerdo con nostalgia. Las peregrinaciones a Tierra Santa han sido para mí un modo privilegiado de conocer, amar y seguir más a Nuestro Señor Jesús. A veces, con un estremecimiento de temor, teniendo conciencia de pisar la misma tierra que Él pisó. Pero siempre con inmensa gratitud, sabiendo que todo lo que hizo, lo hizo por mí y por todos mis hermanos y hermanas en la humanidad, lo hizo por nuestro amor y nuestra salvación. Deseo que cada persona que peregrina en Tierra Santa experimente los mismos sentimientos y vuelva fortalecido en la fe y en el testimonio cristiano.
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