Reflexión para meditar en la solemnidad de la Anunciación del Señor. Los temas propuestos son: Dios diviniza nuestra vida; contemplar la vida de Jesús; una divinidad muy humana.
«EL VERBO se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria» (Jn 1,14). En la solemnidad de la Anunciación del Señor, nos alegramos por la gran misericordia que Dios nos ha mostrado al entrar en nuestro mundo. Celebramos a Jesús de Nazaret, Dios y Hombre verdadero; celebramos a santa María, que se ha convertido en la Madre del Señor; celebramos, en cierto sentido, a la humanidad entera –a nosotros también– porque el misterio de la Encarnación nos dice que nuestra naturaleza humana tiene una dignidad altísima, capaz incluso de elevarse por la acción de la gracia.
En la fiesta de hoy, nuestra mirada se dirige especialmente a Jesús, el Verbo de Dios hecho carne. «Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía –decía, sin salir de su asombro, san Josemaría–. Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, para que yo no dudase nunca de que me entiende, de que me ama»1. Esta verdad de fe, unida al acontecimiento histórico, es una fuente inagotable de paz para nuestra alma. «Dios se hizo fragilidad para tocar de cerca nuestras fragilidades»2.
Al mismo tiempo, saber que Dios ha tomado la naturaleza humana es también una invitación a dejar que él divinice todos los aspectos de nuestra vida. Al inicio de la santa Misa, pedimos con audacia al Señor que obre en nosotros esa transformación: «Concédenos, en tu bondad, que cuantos confesamos a nuestro Redentor, como Dios y como hombre verdadero, lleguemos a hacernos semejantes a él en su naturaleza divina»3. El misterio de la Encarnación nos dice que nuestra existencia tiene una dimensión mayor a la solamente humana, ya buena en sí misma: también somos capaces de tener vida sobrenatural, de ver más allá de lo efímero, de amar con una fuerza que viene de Dios, a través de Cristo, similar a nosotros en tantas cosas.
«DIOS te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28). Desde el inicio de su vida, María habría percibido esa cercanía de Dios, quizá por el modo en que notaba sus cuidados. En el momento de la Encarnación, sin embargo, esa proximidad se intensifica: la vida de Nuestra Señora queda, ya en la tierra, íntimamente unida a la de Dios. La Virgen pudo gozar de un modo único de esa cercanía de Dios durante los años de convivencia con Jesús en Nazaret, en medio de las actividades más sencillas y cotidianas. Y, una vez comenzada su vida pública, seguiría compartiendo muchos momentos con él.
Ciertamente, la experiencia de santa María es irrepetible: nadie ha tenido tanta intimidad con Jesús como ella. Sin embargo, lo que nosotros no podemos ver con los ojos de la carne, sí lo podemos ver con los ojos de la fe. Por eso, la contemplación del Evangelio es un modo privilegiado para descubrir la Humanidad del Señor, que tan bien conoció la Virgen María. No se trata de leer esas páginas «como agua que pasa»4, sino con la misma mirada con que Nuestra Madre observaría la vida de su Hijo: «Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor»5.
El Catecismo explica así la transformación que experimentamos, cuando miramos de este modo la existencia del Mesías: «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. (…) La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres»6. Como dos enamorados, sin necesidad de muchas palabras, basta una mirada para ser conscientes del amor grande y fiel que envuelve nuestra vida.
EN ESOS RATOS de oración confiada con el Señor podemos aprender tantos gestos y palabras que, después, servirán como inspiración para nuestras luchas diarias. Contemplar el modo con el que Cristo unía el amor divino y el amor humano nos puede ayudar a dar ese tono de humanidad a nuestra vida cristiana. San Josemaría decía que «para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos»7. La solemnidad de la Anunciación del Señor nos recuerda eso: que Dios no se queda en los cielos. Jesús nos muestra que es un Dios muy humano: en su delicadeza al tratar con todas las personas, en su cercanía con los marginados, en su preocupación por los discípulos.
De esta manera, la contemplación de Jesús, hombre verdadero, alimenta no solo nuestra oración, sino también nuestra misión cristiana de servicio. Él se entrega a nosotros incluso físicamente, a través de su cuerpo: con su voz, con sus manos que curaban y bendecían, con sus brazos que se abrieron para abrazar la cruz. No elabora planes teóricos, sino que se pone manos a la obra.
«Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia»8. El sacrificio que Jesús ofrece al Padre es su vida entera; una entrega que abarca cada segundo de su paso por la tierra. Esta fue también la actitud de la Virgen, que con su fiat el día de la Anunciación confió «en las promesas de Dios, que es la única fuerza capaz de renovar, de hacer nuevas todas las cosas»9.
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