Reflexión para meditar el miércoles de la 5 semana de Cuaresma. Los temas propuestos son: adorar con la propia vida; sanar nuestros deseos; la adoración en la santa Misa.
EL REY NABUCODONOSOR había hecho construir una estatua de oro de veintisiete metros de altura. Todos sus súbditos se reunieron en torno a ella y comenzaron a adorarla, pues quien no lo hiciera sería inmediatamente arrojado al horno encendido. Sin embargo, Sidrac, Misac y Abdénago se negaron a cumplir el decreto real. Cuando esto llegó a oídos de Nabucodonosor, los mandó traer a su presencia y, lleno de cólera, les recordó el castigo que les esperaría: «Si no la adoráis, seréis inmediatamente arrojados al horno encendido, y ¿qué dios será el que os libre de mis manos?» (Dn, 3,15). Los tres contestaron al unísono, llenos de confianza: «Si nuestro Dios a quien veneramos puede librarnos del horno encendido, nos librará, oh rey, de tus manos. Y aunque no lo hiciera, que te conste, majestad, que no veneramos a tus dioses ni adoramos la estatua de oro que has erigido» (Dn, 3,17-18).
Como los primeros mártires, también Sidrac, Misac y Abdénago estuvieron dispuestos a derramar su sangre para dar testimonio de la verdadera adoración. De algún modo nos recuerdan que todo lo que hacemos en nuestro día está llamado a dar gloria a Dios. Esta es la realidad más crucial de nuestra vida: desarrollar un corazón contemplativo que dirige al Señor todo lo que hace. «Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer –pero no simplemente de palabra– que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida»1. A eso precisamente nos invita la Iglesia en estos días de Cuaresma, cercanos al Triduo Pascual: a recorrer el camino de la conversión, a volver a orientar nuestra existencia de modo que el amor a Dios y al prójimo sea lo más importante de nuestros días.
LA REACCIÓN DE NABUCODONOSOR no se hizo esperar. Ordenó encender el horno siete veces más fuerte de lo normal e introdujo en él a Sidrac, Misac y Abdénago. Sin embargo, no logró dañar a ninguno de los jóvenes, pues un ángel del Señor había descendido con ellos. «Entonces los tres, como una sola boca, empezaron a alabar, glorificar y bendecir a Dios (...): Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos» (Dn 3,51-52).
El camino de la adoración comienza con el deseo, con el impulso interior que nos lleva a ir más allá de lo inmediato y visible, para acoger la vida que Dios nos ofrece. Esto es lo que vivieron los tres jóvenes. Renunciaron a una existencia tal vez más tranquila, si hacían caso al rey, y desearon por encima de todo dar gloria a Dios. Y aunque el destino seguro parecía ser la muerte en el horno, el Señor les ofreció una salvación que ninguno de los presentes podía imaginar, a excepción quizá de los propios jóvenes.
«El deseo lleva a la adoración y la adoración renueva el deseo. Porque el deseo de Dios solo crece estando frente a él. Porque solo Jesús sana los deseos. ¿De qué? Los sana de la dictadura de las necesidades»2. Cuando damos gloria a Dios estamos purificando los deseos de nuestro corazón, de modo que no se queden en lo inmediato sino que se abran al amor a Dios y a nuestros hermanos. Entonces no nos conformaremos con una vida tranquila, aferrada a nuestras seguridades, sino que caminaremos abiertos a las sorpresas de Dios.
CADA DÍA tenemos la posibilidad de participar en el mayor acto de adoración: la santa Misa. Cada vez que se renueva la muerte y la Resurrección del Señor en el sacrificio del altar, Jesús se entrega por nosotros. Así como su amor por hacer la voluntad del Padre se manifestó en su entrega en la cruz, si nosotros ponemos todo nuestro corazón en la celebración de la Misa le decimos a Dios: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la íntima unión con su sacrificio todos los detalles de nuestra jornada adquieren un valor divino, que nos lleva a buscar trabajar de la mejor manera posible, por amor a Dios.
«En la santa Misa adoramos, cumpliendo amorosamente el primer deber de la criatura para su Creador: adorarás al Señor, Dios tuyo, y a él solo servirás (Dt 6,13; Mt 4, 10). No adoración fría, exterior, de siervo: sino íntima estimación y acatamiento, que es amor entrañable de hijo»3. La adoración en el sacrificio eucarístico va más allá de no querer distraerse durante la celebración; se trata más bien de procurar poner todas las potencias de nuestra alma en sintonía con el corazón de Cristo. Como se nos anima en los prefacios de la santa Misa, queremos darle voz a la creación entera para que pueda entonar «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo»4.
Vivir profundamente la santa Misa nos lleva a prepararnos a la celebración del misterio pascual de Cristo. En ella precisamente nos introducimos en su obra de salvación. En esta renovación incruenta de su sacrificio encontramos también a la Virgen, sosteniendo a su Hijo con su presencia. A ella le podemos pedir que nos ayude a vivir cada celebración Eucarística con el deseo de acompañar a Jesús en su camino a la cruz.
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