Reflexión para meditar el lunes de la 4.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: Dios se ha encarnado para todos; Jesús nos libera del pecado; encontrar fuerza en la confesión.
ANTE EL DOLOR de los enfermos o la angustia de los endemoniados, Jesús se conmueve y acude rápidamente a ofrecer su misericordia. En el Evangelio de hoy, el Señor cura a un hombre que sufría entre los sepulcros, poseído por una multitud de demonios, en la región de Gerasa. Era una zona poblada por paganos, de origen griego y sirio. Por eso, no es sorprendente la presencia de una enorme piara de cerdos, cuya crianza y comida estaba prohibida a los judíos. Jesús arrojó los demonios que atormentaban a este hombre y les permitió que se quedasen en los cerdos, que eran cerca de dos mil; estos, entonces, se lanzaron «corriendo por la pendiente hacia el mar» (Mc 5,13).
Este impresionante episodio, además de mostrar el poder de Jesús, deja ver con claridad que su misión es universal y se extiende a todos los pueblos. Para Dios no hay extranjeros. Al final de la escena, el hombre intentó subir a la barca para quedarse definitivamente con Jesús, pero el Señor le dijo: «Vete a tu casa con los tuyos y anúnciales las grandes cosas que el Señor ha hecho contigo» (Mc 5,19). Su misión será proclamar que la misericordia de Dios también se derrama sobre los paganos que allí habitaban. «Se fue y comenzó a proclamar en la Decápolis lo que Jesús había hecho con él. Y todos se admiraban» (Mc 5,20).
Dios se ha encarnado para todos los hombres y mujeres. Movido por esta convicción, señalaba san Josemaría que «quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas»1. Aquel hombre del pasaje evangélico, sanado por Jesús, fue motivo de admiración entre quienes escuchaban su mensaje de misericordia: se trata de un buen resumen de la misión de los cristianos.
LOS EVANGELISTAS subrayan el poder de Jesús sobre los demonios, a los que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11,20). En esta ocasión, se describe cómo el maligno había destrozado la vida de este hombre. San Marcos nos hace comprender su situación con detalles que hacen más viva su desgracia: «Nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; (…) se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras» (Mc 5,3-5). Su desdicha es una representación gráfica y fuerte de la pérdida de dignidad a la que nos puede conducir el pecado: soledad, esclavitud, e incluso rabia hacia uno mismo.
Al reconocer a Jesús desde lejos, el endemoniado salió al camino, «corrió y se postró ante él» (Mc 5,6). Asistimos a un coloquio insólito entre Jesús y el demonio, que termina con estas palabras liberadoras: «¡Sal, espíritu impuro, de este hombre!» (Mc 5,8). El endemoniado vivía encadenado a su propia desesperanza y apartado de la comunidad. Las palabras del Señor le liberan del mal más profundo, de todo aquello que le separa de Dios e impide su felicidad. «La liberación de los endemoniados cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado»2.
Así hace el Señor con cada uno de nosotros cuando acudimos a él. «¡Señor –repítelo con corazón contrito–, que no te ofenda más! Pero no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que eso existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica»3.
LOS MILAGROS suelen suscitar diversas reacciones: junto a personas que ven fortalecida su fe, también encontramos otras que se resisten a creer. Algunos vecinos de Gerasa vieron al endemoniado «sentado, vestido y en su sano juicio; y les entró miedo», así que pidieron a Jesús que «se alejase de su región» (Mc 5,15-17). En vez de compadecerse del hombre de los sepulcros, los gerasenos calcularon las pérdidas económicas por los cerdos ahogados. Miraron exclusivamente a su propio bienestar. Jesús se había convertido en algo incomprensible para ellos y por eso le pidieron que se fuera, ahuyentando su misericordia.
Cierto rechazo a Dios está siempre en la esencia del pecado, tanto de las ofensas grandes como de las pequeñas. Al rezar el Padrenuestro, siguiendo el consejo de Jesús, pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación y que nos libre del mal, porque todos estamos expuestos a las insidias del maligno. Ninguno puede considerarse al margen de esta lucha. Y lo primero, para no dejarnos arrastrar por el mal, es reconocerlo sin miedo. Al sentir esta fragilidad interior, pediremos a Dios con humildad la fuerza que necesitamos.
«Todos tenemos al alcance de la mano los medios idóneos para vencer el pecado y crecer en amor de Dios –predicaba el beato Álvaro del Portillo–. Estos medios son los sacramentos». Y, refiriéndose al sacramento de la Penitencia, se preguntaba: «¿Reconozco mis pecados, sin esconderlos ni disimularlos, y los confieso al sacerdote, que me escucha en nombre del Señor? ¿Estoy dispuesto a luchar para que Dios Nuestro Señor reine en mi alma? ¿Alejo de mí las ocasiones próximas de pecado?»4. Para no cerrarnos a la misericordia de Dios, ni siquiera en pequeños detalles cotidianos, podemos acudir al refugio de María Inmaculada. Al contemplarla, aprendemos la alegría que surge del «sí» que ella pronunció continuamente ante los proyectos de Dios.
Comentá la nota