Por Mariano Mercado Rotela.
“Si alguno de vosotros pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve en el desierto y se va en busca de la que se le perdió, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra se la carga muy feliz sobre los hombros, y al llegar a su casa reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido’. Yo les digo que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse” Lucas 15,3-7.
Desde el comienzo del cristianismo, Jesucristo ha sido la imagen del buen pastor, el pastor que guía, cuida y alimenta a sus ovejas. Él habló de un solo rebaño y de un solo pastor, que conduce, orienta y vela por el cuidado espiritual de todos los hombres.
Entendamos que la Iglesia no son las paredes de un templo, Iglesia es la comunidad, somos todos y cada uno de los bautizados, como un solo cuerpo, un corazón, que late fuerte, que cuando nos congregamos, celebramos y nos alimentamos, cuando nos expandimos, revelamos y proclamamos la palabra, la buena nueva, lo que Dios hace por nosotros, lo que Dios hace por el mundo entero.
Pero no es fácil ser pastor, ¿verdad?, ¿qué significa? ¿qué implica ser pastor? No es fácil descubrir dónde y cómo actúa el Señor, no es fácil decir sí, a ser fiel servidor, y salir al campo abierto a buscar, juntar, alimentar y apacentar, apropiada y sabiamente al pueblo de Dios.
Y no se trata de agradar a todo el mundo, se trata de fidelidad al llamado, de apertura, de vocación, de pasión y coherencia de vida. Con el ejemplo, por encima de todo, con humildad y confianza, ser luz en el mundo, y alumbrar, transmitir la esencia del poder, el amor y la misericordia de Dios.
Vivimos una realidad en el que el valor de la palabra es detestablemente manipulada y tergiversada. Una realidad sumida en el pecado, contaminada, donde no se fomentan los valores esenciales, y se percibe una falta total de humildad y de humanidad. Esta realidad debe ser atendida por un buen pastor, con una fuerte dosis de fe, para infundir esperanza a los perdidos, esa esperanza que hace perder el miedo, que nos hace libres, que nos hace crecer y trascender espiritualmente.
El pasado 4 de agosto hemos celebrado el día de san Juan María Vianney, el cura de Ars, un gran santo, humilde y sabio. Al que le costaba mucho los estudios del latín en el seminario, pero su corazón estaba destinado a servir al Señor. “El mayor acto de caridad al prójimo es salvar su alma del infierno”, una de sus tantas frases inspiradoras. Apenas fue ordenado cura, por su dificultad en la formación académica. Por tal motivo fue enviado a un pequeño pueblo de Francia, Ars, de unos 300 habitantes.
Rápidamente comenzó a conquistar almas para el Señor, gracias a su humildad y extraordinario don para administrar el sacramento de la reconciliación. Fue un gran pastor, su vida interior suplió la ausencia de conocimiento científico. Por ser ejemplo de santidad, años después de su nacimiento a la vida eterna, fue designado patrono de sacerdotes y curapárrocos. Se dedicó a curar almas.
El pastor une, guía y vigila, el pastor obra, apacienta y escucha, busca al extraviado, lo sana, lo rescata, lo salva. Ser pastor es tener coraje, compromiso, para anunciar y denunciar con fuerza, anunciar la verdad, la Palabra de Jesús de Nazareth.
El Santo Padre, papa Francisco hace un llamado fuerte a los sacerdotes. Les pide que sean pastores con olor a oveja, es decir que se involucren con el pueblo de Dios, las ovejas del rebaño, que quieren escuchar la voz de su pastor, en medio de tanta oscuridad y desesperanza.
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