A medio siglo de su muerte, revelan que estuvo varios días en un monasterio. Pasaba muchas horas rezando delante del Santísimo. Presentía que le quedaba poco tiempo de vida, pero decía que no temía la muerte, sino ser expulsado de la Iglesia.
Sergio Rubin
La noche del sábado 11 de mayo de 1974 era fría y lluviosa. El padre Carlos Mugica salía de oficiar una misa en la parroquia San Francisco Solano, en el barrio porteño de Villa Luro. En la vereda escuchó: “¡Padre Carlos! ¡Padre Carlos!”. Cuando empezó a girar buscando con la mirada a quién lo llamaba, una ráfaga de metralleta le impactó en el tórax y en el abdomen. Poco más de una hora después su vida se apagó en un hospital cercano tras los desesperados intentos por salvarlo. Su presunción se había cumplido. Es que el sacerdote, emblema de los convulsionados años ’60 y ’70 por su fuerte compromiso político, social y religioso, tan polémico como carismático, estaba convencido de que sería asesinado y había comenzado a prepararse para su encuentro definitivo con Dios.
Los últimos días del padre Carlos fueron de una espiritualidad intensa. El retiro espiritual que realizó dos semanas antes de su trágico final en el monasterio bonaerense de Los Toldos, fue una clara demostración. “Esa vez hablamos más íntimamente y lo vi profundamente cambiado por dentro con una clara opción por su sacerdocio y la gente de los barrios”, le cuenta a Valores Religiosos el padre monje benedictino y escritor Mamerto Menapace, que lo recibía y acompañaba en los retiros que hacía anualmente junto con otros sacerdotes que compartían con él su marcada preocupación por los pobres. “Rezaba mucho… lo vi largos ratos arrodillado ante el Santísimo Sacramento”, recuerda Menapace, revelando un episodio de la vida del padre Mugica poco conocido.
Carlos Mugica había nacido en 1930 en Buenos Aires en el seno de una familia aristocrática. Con seis hermanos, cursó la escuela secundaria en el Colegio Nacional Buenos Aires y comenzó a estudiar abogacía en la UBA. En 1950 viajó a Roma con unos sacerdotes para participar de las celebraciones del Año Santo, lo que fue clave para su vocación religiosa, junto con la formación que recibió en su casa, especialmente de su madre. A los 21 años, cuando cursaba el tercer año de la carrera, la abandonó para ingresar al Seminario Metropolitano de Devoto. Tras su ordenación, al conocer la inhumana condición de los hacheros en el noreste del país -estuvo un año en la diócesis de Reconquista- decidió, conmovido, abrazar con fuerza la causa de la justicia social.
El Concilio Vaticano II con sus aires renovadores en la Iglesia provocaría sacudones en el catolicismo en una década como la del 60, de grandes transformaciones culturales y fuertes tensiones ideológicas en América Latina tras la revolución cubana en medio de la Guerra Fría. Daría paso a un mayor compromiso social de la Iglesia en la región más desigual del mundo que se terminaría volcando en el documento de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano realizada en 1968 en Medellín. Un año antes el llamado Manifiesto de los Obispos del Tercer Mundo, conteniendo una fuerte denuncia social, firmado por 18 prelados, dio paso en la Argentina al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, del cual el padre Carlos se convertiría en un destacado exponente.
En ese contexto religioso y político Mugica comenzó a pensar que el socialismo -no el comunismo soviético- era el sistema con mejor resonancia temporal del Evangelio. Llegó incluso a simpatizar con el Che Guevara, pero tras estar un mes en la isla se desilusionó con el régimen cubano. No obstante, ya estaba madurando que su adhesión al peronismo era la mejor forma de luchar contra la pobreza, equidistante del capitalismo y el marxismo. Su encuentro con Perón en Madrid, en 1968, confirmó su adhesión al movimiento. Pudo contarse entre los 153 pasajeros que en 1972 acompañaron al líder justicialista -que llegó a apreciarlo enormemente- en su vuelo de regreso a la Argentina tras 17 años de exilio.
Como asesor de la Acción Católica, Mugica se relacionó con Eduardo Firmenich, Fernando Abal Media y Carlos Ramus, a la sazón líderes de Montoneros. Por entonces, aceptaba la violencia para oponerse a una dictadura, aunque decía que él nunca la ejercería (En la encíclica Populorum Progressio, de 1967, Pablo VI dice que la violencia puede entenderse ante una "tiranía evidente y prolongada", pero la desaconseja completamente). En cambio, afirmaba que esta no tenía ningún sustento en democracia. Cuando Abal Medina y Ramus fueron abatidos en un enfrentamiento, ofició la misa exequial en la que pronunció una encendida homilía por la que estuvo detenido una semana, acusado de apología de la violencia, pero fue liberado por falta de mérito. Además, fue suspendido un mes en la Iglesia que le había prohibido hacer declaraciones políticas.
Con la vuelta a la democracia, en 1973, les recriminó a los líderes montoneros seguir con la violencia, particularmente desde el asesinato del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, además de que cuestionaran el liderazgo de Perón. De hecho, el vínculo quedó muy deteriorado. Como también con el ministro de Bienestar Social, el temible José López Rega, luego de que después de tres meses renunció como asesor de esa cartera -cargo que aceptó porque consideraba que podía ayudar a los pobres- en medio de fuertes cruces con el líder de la temible Triple A debido a un proyecto del ministerio para erradicar las villas. Llegó a decir que tanto la Triple A como Montoneros querían acabar con su vida.
El padre Mugica no relegó su labor religiosa porque consideraba que, ante todo, era un sacerdote. La base de su ministerio sacerdotal fue la Villa 31 de Retiro, donde fundó la capilla Cristo Obrero, levantada por los brazos de los vecinos. Y aunque no faltaron las tensiones con sus superiores por la ambigüedad ante la violencia y su partidización, quiso estar siempre dentro de la Iglesia. Obediente a su arzobispo -que era por entonces monseñor Juan Carlos Aramburu- rechazó una candidatura a diputado. Además, a diferencia de muchos de los sacerdotes del Movimiento para el Tercer Mundo que bregaban por el celibato optativo -incluso un tercio desertó para casarse-, él se oponía.
A medio siglo de su asesinato, la Iglesia anhela que el paso del tiempo permita una mirada más sopesada sobre su vida. El actual arzobispo porteño, Jorge García Cuerva, lo consideró días pasados como “un hermano sacerdote con sus luces y sombras como nosotros, que entregó su vida por Dios y por el Evangelio en una Argentina convulsionada y violenta. La mirada anacrónica, cargada de ideologismos, nos empañó los ojos y no pudimos acercarnos a él, sino sólo desde la grieta. Y así es como nos lo secuestraron los apasionamientos político-partidarios”. Y exclamó: “No dejemos que la figura de nuestro hermano sacerdote sea usada o cosificada”.
Tras el retiro espiritual, el padre Carlos se fue del monasterio con sus compañeros en la caja de una camioneta. “Al despedirnos -recuerda Menapace- me dijo que este año muchos nos encontraremos con Dios. Yo le pregunté si tenía miedo de que lo mataran y él me respondió que a lo único que le temía era a despertarse un día y saber que lo habían echado de la Iglesia. Y nos dimos un abrazo. Al enterarme de su asesinato -que para la Justicia fue la Triple A, pero hay quienes creen que lo mató Montoneros- comprendí mejor el misterio. Hizo una clara opción por la violencia de la Luz y lo mataron los miedos de la violencia de las sombras”.
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