“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres…” (Lc. 4, 18 cfr. Is. 61, 1).
El Espíritu Santo es quien congrega a la Iglesia de Dios, como hoy estamos reunidos en la Catedral de Mar del Plata para celebrar la Misa Crismal, donde renovaremos como ministros nuestras promesas dichas en el día de nuestra ordenación: hemos sido consagrados por la unción, por ello consagraremos los óleos santos, que serán destinados para ungir al Pueblo de Dios. El óleo Santo para fortalecer y liberar, el Santo Crisma para la unción real en el servicio humilde a ejemplo de Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.
El óleo de los enfermos para llevar alivio y consuelo a quienes sufren la enfermedad.
También somos enviados a llevar la Buena Noticia, el anuncio de la liberación que nos trae Jesús, en primer lugar, a los pobres, pobres de corazón y pobres materiales que nadie atiende, como buenos samaritanos. También somos enviados a “sanar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc. 4, 18-19).
En esta Misa Crismal, mi primera misa Crismal que presido con ustedes, quisiera detenerme en la oración sacerdotal de Jesús, elevada al Padre en el contexto de la institución de la Eucaristía, en el huerto de Getsemaní y en la cruz. Como nos enseña el Papa Francisco es la oración pascual del Señor por nosotros.
Quiero compartir con ustedes la catequesis del Papa Francisco acerca de esta oración de Jesús, en el contexto de este año de oración preparándonos para el próximo jubileo del año 2025.
Los Evangelios testimonian cómo la oración de Jesús se hizo todavía más intensa y frecuente en la hora de su pasión y muerte. Estos sucesos culminantes de su vida constituyen el núcleo central de la predicación cristiana: esas últimas horas vividas por Jesús en Jerusalén son el corazón del Evangelio no solo porque a esta narración los evangelistas reservan, en proporción, un espacio mayor, sino también porque el evento de la muerte y resurrección —como un rayo— arroja luz sobre todo el resto de la historia de Jesús. Él no fue un filántropo que se hizo cargo de los sufrimientos y de las enfermedades humanas: fue y es mucho más. En Él no hay solamente bondad: hay algo más, está la salvación, y no una salvación episódica – la que me salva de una enfermedad o de un momento de desánimo – sino la salvación total, la mesiánica, la que hace esperar en la victoria definitiva de la vida sobre la muerte.
En los días de su última Pascua, encontramos por tanto a Jesús, plenamente inmerso en la oración.
Él reza de forma dramática en el huerto de Getsemaní —lo hemos escuchado—, asaltado por una angustia mortal. Sin embargo, Jesús, precisamente en ese momento, se dirige a Dios llamándolo “Abbà”, Papá (cfr. Mc 14,36). Esta palabra aramea —que era la lengua de Jesús— expresa intimidad, expresa confianza. Precisamente cuando siente la oscuridad que lo rodea, Jesús la atraviesa con esa pequeña palabra: Abbà, Papá.
Jesús reza también en la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio de Dios. Y sin embargo en sus labios surge una vez más la palabra “Padre”. Es la oración más audaz, porque en la cruz Jesús es el intercesor absoluto: reza por los otros, reza por todos, también por aquellos que lo condenan, sin que nadie, excepto un pobre malhechor, se ponga de su lado. Todos estaban contra Él o indiferentes, solamente ese malhechor reconoce el poder. «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En medio del drama, en el dolor atroz del alma y del cuerpo, Jesús reza con las palabras de los salmos; con los pobres del mundo, especialmente con los olvidados por todos, pronuncia las palabras trágicas del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (v. 2): Él sentía el abandono y rezaba. En la cruz se cumple el don del Padre, que ofrece el amor, es decir se cumple nuestra salvación. Y también, una vez, lo llama “Dios mío”, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”: es decir, todo, todo es oración, en las tres horas de la Cruz.
Por tanto, Jesús reza en las horas decisivas de la pasión y de la muerte. Y con la resurrección el Padre responderá a la oración. La oración de Jesús es intensa, la oración de Jesús es única y se convierte también en el modelo de nuestra oración. Jesús ha rezado por todos, ha rezado también por mí, por cada uno de vosotros. Cada uno de nosotros puede decir: “Jesús, en la cruz, ha rezado por mí”. Ha rezado. Jesús puede decir a cada uno de nosotros: “He rezado por ti, en la Última Cena y en el madero de la Cruz”. Incluso en el más doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos. La oración de Jesús está con nosotros. “Y ahora, padre, aquí, nosotros que estamos escuchando esto, ¿Jesús reza por nosotros?”. Sí, sigue rezando para que Su palabra nos ayude a ir adelante. Pero rezar y recordar que Él reza por nosotros.
Y esto me parece lo más bonito para recordar. Esta es la última catequesis de este ciclo sobre la oración: recordar la gracia de que nosotros no solamente rezamos, sino que, por así decir, hemos sido “rezados”, ya somos acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre, en la comunión del Espíritu Santo.
Jesús reza por mí: cada uno de nosotros puede poner esto en el corazón, no hay que olvidarlo. También en los peores momentos. Somos ya acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre en la comunión del Espíritu Santo. Hemos sido queridos en Cristo Jesús, y también en la hora de la pasión, muerte y resurrección todo ha sido ofrecido por nosotros. Y entonces, con la oración y con la vida, no nos queda más que tener valentía, esperanza y con esta valentía y esperanza sentir fuerte la oración de Jesús e ir adelante: que nuestra vida sea un dar gloria a Dios conscientes de que Él reza por mí al Padre, que Jesús reza por mí. (Papa Francisco, 16 de junio de 2021).
Cuando llegué a Mar del Plata le pedí a los sacerdotes y diáconos que rezáramos, un poco más de lo que rezamos habitualmente, porque es el Señor quién guía esta barca, en medio de las tormentas y una vez calmada nos invita a navegar mar adentro y echar las redes, como lo representan los dos frontis del altar mayor de nuestra catedral. Confiemos en Jesús, él es nuestro Buen Pastor resucitado.
Hace un poco más de tres meses celebramos con alegría la beatificación del Cardenal Eduardo Francisco Pironio, quien fuera obispo de esta Iglesia diocesana. Quisiera terminar esta reflexión con una oración compuesta por nuestro Beato, así llamada “Ser presencia” que cantamos el día de su beatificación en Luján. Ser presencia es expandir el buen aroma de Jesús, su fragancia en medio de nosotros, como el perfume del Santo Crisma que vamos a consagrar:
“Ser Presencia” (Beato Carde. Eduardo Pironio)
Ser presencia, Señor, es hablar de Ti sin nombrarte; callar cuando es preciso que el gesto reemplace la palabra. Ser luz que ilumina el lenguaje del silencio y voz, que, surgiendo de la vida, no habla.
Es decirle a los demás que estamos cerca, aunque sea grande la distancia que separa. Es intuir la esperanza de los otros y simplemente, llenarla. Es sufrir con el que sufre y desde dentro, mostrarle que Dios cura nuestras llagas. Es reír con el que ríe y alegrarse del gozo del hermano porque ama.
Es gritar con la fuerza del Espíritu la verdad que desde Dios siempre nos salva. Es vivir expuestos y sin armas, confiando ciegamente en Tu Palabra. Es llevar el «desierto» a los hermanos, compartir Tu Misterio y decirles que los amas.
Es saber escuchar Tu lenguaje en silencio. Y «ver» por ellos cuando la Fe pareciera que se apaga. «Ser presencia», Señor, es saber esperar Tu tiempo sin apresuramientos y con calma.
Es dar serenidad con una paz muy honda. Es vivir la tensión del desconcierto en una Iglesia que, porque crece, cambia. Es abrirse a los «signos de los tiempos» manteniéndose fiel a Tu Palabra.
Es, en fin, Señor, ser caminante en el camino poblado de hermanos, gritando en silencio que estás vivo y que nos tienes tomados de la mano. Amén, que así sea.
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