El cardenal italiano Fernando Filoni, de 76 años, Gran Maestre de la Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén, fue uno de los colaboradores más cercanos de Benedicto XV
El hombre que despachaba a diario con Benedicto XVI los asuntos ordinarios de la Iglesia durante su pontificado subraya la seriedad con la que afrontó un drama indescriptible. El cardenal italiano Fernando Filoni, de 76 años, Gran Maestre de la Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén, fue uno de los colaboradores más cercanos de Benedicto XVI.
De 2007 a 2011, como sustituto de Asuntos Generales de la Secretaría de Estado ('ministro del Interior' del Vaticano), despachó diariamente con el Papa. Después, hasta el final de su pontificado, Joseph Ratzinger le nombró prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, encargado de los territorios de misión en África, Asia, Oceanía y América Latina.
La Orden del Santo Sepulcro, que ha recibido del Papa la misión de ayudar a la difícil situación de la Iglesia en Tierra Santa, cuenta con una importante presencia, gracias a sus dos lugartenencias: la de España Occidental (con 508 miembros, entre caballeros, damas y eclesiásticos); y la de España Oriental (con 388 caballeros, damas y eclesiásticos).
–Cuéntenos: ¿cómo era trabajar con Benedicto XVI?
–Cuando yo era sustituto de Asuntos Generales de la Secretaría de Estado, mantenía una relación frecuente y continua con el Papa, a quien sometía los problemas que nos iban llegando a la Secretaría de Estado. Esto me permitió conocer ciertos aspectos del pensamiento del Papa Benedicto y desarrollar una profunda estima por este hombre, que era a la vez un intelectual y un pastor. Tenía todas estas virtudes. Me encantaron las palabras del Papa Francisco cuando dijo que su predecesor era «un hombre noble, una persona de elevada espiritualidad».Luego, cuando me nombró responsable de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, me encomendó la atención eclesial de más de 1.200 diócesis, especialmente de las Iglesias jóvenes, las tierras de la evangelización. Este encargo me permitió ser testigo de la capacidad pastoral del Papa Benedicto, que confiaba en sus colaboradores, lo cual es algo importante. Si no hay confianza entre el Papa y sus colaboradores, todo funciona peor. Pude constatar su altura como pastor para hacer frente a los problemas que nos iban llegando de las diferentes diócesis bajo nuestra responsabilidad.
De este modo, pude experimentar su forma de abordar estas realidades de manera concreta. Nunca olvidaré sus palabras al regresar de una visita pastoral a África, en 2009. Benedicto XVI me dijo: «Qué hermosa es la alegría de la fe que he descubierto en África y que nosotros hemos perdido». No expresaba una amarga consideración, sino su asombro al ver una fe alegre en su sencillez.
–¿Cómo afrontó Benedicto XVI el drama de los abusos sexuales a menores, que marcó su pontificado y, evidentemente, le causó profundo sufrimiento?
–Desde el momento en que este problema apareció en la Iglesia, no pudo ni supo considerarlo como una bomba de relojería, ni como un simple problema a tratar, sino más bien como una cuestión teológica: ¿cómo lo afrontaría Dios? Era consciente de la tremenda gravedad de lo sucedido, que clama a nuestra conciencia.Recuerdo también sus encuentros con las víctimas de abusos, a quienes se acercaba con la discreción de un hombre delicado, que no quería poner el dedo en las llagas, sino expresar la caricia de Dios, que ama.
Fátima fue un viaje importante, porque había trabajado la cuestión de las apariciones de Fátima con Juan Pablo II
- Tenía un enfoque finamente antropológico, en primer lugar, hacia las víctimas, pero también soteriológico, al situarse en una teología de la salvación y la redención.
–Las imágenes de los viajes de Benedicto demuestran que tenía un lenguaje y un ritmo diferentes a los de sus interlocutores políticos. En este sentido, ¿aportó algo «liberador» a las tensiones del mundo?
–Le acompañé en varios viajes importantes. Cada uno tenía su propia importancia, pero sus viajes deben analizarse en su dinámica global, en relación con su visión eclesial. La elección de los lugares y países fue una auténtica catequesis, especialmente desde una perspectiva mariológica, pues le encantaban los lugares consagrados a María.Fátima fue un viaje importante, porque había trabajado la cuestión de las apariciones de Fátima con Juan Pablo II, explorando aspectos importantes, bellos y profundos.También amaba Lourdes, un lugar que representaba para él el misterio de la apertura de Dios, que era el corazón de su mensaje teológico. Este santuario representaba para él la imagen de un Dios que no es indiferente, de un Dios que se arrodilla ante la humanidad.Recuerdo en particular la Jornada Mundial de la Juventud de Australia: el asombro de los australianos al ver que un encuentro tan masivo se desarrolló sin ningún incidente. La misma observación se hizo durante su visita a Estados Unidos. Todas sus visitas tenían una auténtica riqueza teológica.
–Benedicto XVI, ¿seguía siendo, ante todo, un profesor de teología?
–Sí, recuerdo sus grandes discursos, como el que pronunció en la Universidad de Ratisbona y en el Colegio de los Bernardinos, en París. Son discursos que merecen ser leídos y releídos.Sentí amargura cuando se impidió al Papa pronunciar una conferencia en La Sapienza, la universidad pública de Roma. Había sido invitado en enero de 2008, pero un grupo de profesores se negó a escucharle, imponiendo una lógica laicista. Al Papa le sorprendió constatar que los académicos se negaban a entablar un diálogo. Entonces se le ocurrió invitar a los profesores de La Sapienza al Vaticano, para compensar la situación.
–¿Qué herencia espiritual deja a la Iglesia?
–En primer lugar, su fe. Sus más de 70 años de vida sacerdotal estuvieron orientados hacia la fe: «Creo en Dios». El Papa Benedicto era un hombre de fe, y de una fe que no es pasiva, que no es solo la herencia de alguien que ha nacido en una cultura cristiana, sino que es consciente, cada día, de establecer una relación con Dios.
Consideraba que esta realidad acabaría en el precipicio si se desarraigaba de la fe
- No me sorprendió que sus últimas palabras fueran: «Señor, te amo», porque este era el sello que imprimió a toda su vida. Su fe no era solo intelectual y cultural, era también una expresión de su corazón: «Creo en Dios».
Era también un hombre de gran sensibilidad hacia los asuntos sociales, con sentido crítico. No se contentó con criticar a una «sociedad líquida», que cree haber alcanzado el máximo de su desarrollo en función de sus capacidades tecnológicas. Consideraba que esta realidad acabaría en el precipicio si se desarraigaba de la fe.
Recuerdo una discusión en la que me recordó lo importante que era mantener este anclaje en la fe.Yo le conté mi experiencia como profesor en un instituto de Roma, durante la cual mostré a los alumnos que para atrapar un objeto con una cuerda es absolutamente necesario encontrar un punto de apoyo: sin él, el nudo no podría sostenerse y la cuerda se deslizará. Este ejemplo coincidía con su visión. Para él, este punto de apoyo, que permite construir una visión coherente de la vida en sociedad, era la ética que nos une a Dios.
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