Gracias a Dios existe Scorsese

Gracias a Dios existe Scorsese

«Silence», la obra maestra del director neoyorquino, inspirado en la novela de Shusaku Endo, ofrece vías sorprendentes para huir de la confusión que parece reinar en la actual condición eclesial, incluso en relación con las dinámicas más elementales del cristianismo.

GIANNI VALENTE

A veces, para ver qué es el cristianismo, son mejores un par de horas en el cine que diez cursos de teología o de moral en las Universidades Pontificias. Sucedió en el pasado con Pasolini y Benigni, con Robert Bresson y Xavier Beauvois. Y vuelve a suceder ahora con Martin Scorsese y su película «Silence», inspirada (con una gestación que duró décadas) en la novela del escritor católico japonés Shusaku Endo, publicada en 1966. Una obra maestra que, narrando una historia de hace cuatro siglos, ofrece vías sorprendentes para huir de la confusión que parece reinar en la actual condición eclesial en relación con las dinámicas más elementales del cristianismo y con su comunicación.

La película es una historia de persecución cristiana, de debilidades cristianas y de apostasía, en la que incluso renegar en público de la propia pertenencia a la Iglesia, por paradoja de la gracia, se convierte en la ocasión más real de la experiencia de la redención que opera Cristo, y de su manera incomparable para dar la salvación, sin medida.

La aventura cristiana que retoma Scorsese es la de los misioneros jesuitas y de los cristianos «ocultos» en el Japón del siglo XVII. Aquellas comunidades soportaban y sufrían la persecución cruel ordenada por los shogunes. Llegó el rumor a Europa de que Cristovão Ferreira, jesuita portugués que animaba los corazones de sus hermanos con las narraciones de los prodigios de la evangelización en las duras tierras japonesas, en medio de la persecución, hizo una apostasía. Dos de sus jóvenes alumnos son enviados a Japón para verificar las alarmantes noticias que circulan sobre su maestro. Y así, se sumergen entre las vicisitudes de campesinos y pescadores bautizados, que viven su fe a escondidas, tratando de huir de las sospechas de las autoridades locales, que siempre están buscando cristianos para obligarlos a abjurar mediante suplicios atroces y perversos.

En la película de Scorsese, y en el libro de Shusaku Endo, el cristianismo no es «una religión superior para clases superiores» (Péguy). Para los campesinos y pescadores de las islas japonesas, todo el dinamismo de la fe cristiana se reduce a sus rasgos esenciales mínimos: la gracia de los sacramentos es el tesoro que han recibido y gracias al cual se sienten revestidos de Cristo, la fuente en la que constantemente quieren apagar su sed dentro de una condición humana marcada por la miseria y la violencia de los feroces perseguidores. Los dos jesuitas, ocultándose durante el día, ejercen en secreto su misión sacerdotal por las noches y perciben la grandeza y la necesidad, en esa condición tan difícil: la persecución que rodea a todos es brutal y no tiene ningún motivo, expresa odio gratuito, incluso cuando se trata de presentar con el disfraz de razones pseudo-culturales, insistiendo en el teorema según el cual el cristianismo «no está hecho para Japón».

La persecución es narrada en la película de Scorsese crudamente, sin «protestas» indignadas y sin suaves matices hagiográficos. Antes de ser capturados, los dos jesuitas asisten impotentes al martirio de los pobres campesinos que no pueden disimular su fe ante gestos de apostasía (como pisotear las imágenes sacras o escupir sobre el crucifijo) que les piden los perseguidores. El padre Paolo Rodrigues, protagonista principal de la obra, vive el escándalo frente a los sufrimientos atroces que los pobres soportan sin ningún motivo, esos mismos que deberían ser los preferidos de Cristo, en el «silencio» de Dios. No hay nada de heroico ni de sublime en la manera en la que los pobres cristianos japoneses son asesinados cuando se niegan a la apostasía. Existe solo el absoluto ensimismamiento de sus suplicios con la pasión de Cristo, también asesinado «como un malhechor». Así, gracias al genio artístico de Scorsese y de Shusaku Endo, alejándose de la desmemoria y de los equívocos que difunden hoy los aparatos «persecucionistas» en todas las comunidades cristianas, el martirio cristiano es reconocido y narrado en sus rasgos propios. Los mártires, en su participación en la muerte y resurrección de Cristo, aplican la salvación de Cristo a los hombres de su generación. Y la Iglesia nunca ha «protestado» por los mártires: en su «memoria», la liturgia siempre ha celebrado el martirio de Cristo, que sigue por la salvación del mundo.

Quien traiciona a los padres jesuitas, que serán capturados, es Kichijiro, el cristiano pusilánime que en más de una ocasión, durante la película, reniega de su fe para después pedir cada vez el perdón por las traiciones y recaídas. Kichijiro declara que no es capaz de vivir en una época en la que para no renegar de la fe hay que estar listos para el martirio. Para justificarse, afirma que en tiempos «normales» también él habría sido un buen cristiano como los demás y no habría debido reprocharse nada. El padre Rodrigues nunca le niega la absolución en la confesión ni el perdón sacramental, incluso cuando él mismo se encuentra viviendo como prisionero apóstata y no se siente digno de ejercer el sacerdocio. Así, Scorsese ayuda a reconocer que la naturaleza humana, debilitada por el pecado original, permanece débil. Que puede traicionar y seguir traicionando. Que hasta la valentía es un don que no se puede pretender ni presuponer. Solo se puede describir con agradecimiento, cuando sucede. Y el padre Rodrigues administra durante toda su vida los sacramentos, incluso a Kichijiro, porque cuenta con la eficacia de la gracia que transmiten. Así, confiesa, con toda la historia de la Iglesia, que los sacramentos no son solo el premio para quien se los merece, sino un tesoro que hay que ofrecer a quien no es digno, como hizo Jesús.

Bajo el peso del suplicio físico y psicológico de la persecución, «Silence» se convierte también en una historia de caídas, de ruina y fracasos, de sospechas y desencantos. Los inquisidores japoneses creen que podrán podar desde la raíz el florecer cristiano en esas islas si logran que los misioneros cometan apostasía. Llevan al padre Rodrigues a visitar al apóstata Ferreira, para que este induzca a su hermano jesuita por el mismo camino. Y los argumentos que utiliza el ex-maestro con su ex-discípulo, además de teorizar la impermeabilidad de los japoneses al cristianismo, cancelan cualquier pretensión de concebir la evangelización como una prestación propia, fruto de la propia coherencia y fidelidad, en la cual complacerse a sí mismo y los propios planes misioneros. Los inquisidores le piden que pise una tablita de madera que representa a Jesús, para salvar con ese gesto de formal y pública apostasía a cinc de sus amigos cristianos torturados en un pozo (ese en el que los condenados eran colgados de cabeza con pequeñas heridas detrás de la oreja, desde las que se iba perdiendo la sangre gota a gota, en una terrible y larga agonía). En el libro de Shusaku Endo, las palabras de Ferreira le reprochan no apostatar solo por amor propio, para no convertirse  en uno de esos que son considerados lo peor de la Iglesia, y para salvarse, sin importarle la vida de esos cinco pobrecitos, evidentemente considerados «inferiores».

Rodrigues toca sus impotencia. También su ímpetu de joven misionero generoso, listo para sacrificar su vida por Cristo, se derrumba. Pero justamente su caída, ese gesto sacrílego que certifica públicamente su apostasía, se convierte para él en el momento más íntimo de encuentro con Cristo, se convierte en la ocasión más inesperada para admirar cómo opera su salvación. Porque es el rostro de Cristo mismo, de la tablita que le piden que pise, el que lo invita a confiar, a no tener miedo, y le promete cargar sobre sí todo el dolor del misionero fracasado («¡Pisa! ¡Pisa! Yo sé mejor que nadie cuán lleno de dolor está tu pie. ¡Pisa! Para ser pisoteado por los hombres yo vine a este mundo. Para compartir el dolor de los hombres cargué la cruz»).

Cuando Rodrigues apoya su pie y todo su ser sobre la imagen del Hijo de Dios, justamente ese gesto sacrílego se convierte, en realidad, en una inigualable confesión de fe.

Después de la apostasía, el sacerdote Paolo Rodrigues vivirá hasta el último de los días en una especie de jaula de oro, con una esposa y un nombre japoneses impuestos por sus perseguidores. Algunos detalles que muestra Socrsese al final de la película dejan ver que su corazón de apóstata nunca será abandonado por el amor de Cristo, hasta el final.

«Para mí», declaró Martin Scorsese en la entrevista que concedió al padre Antonio Spadaro y publicada en «La Civiltà Cattolica», «todo se reduce a la cuestión de la gracia. La gracia se da a lo largo de la vida. Viene cuando menos te lo esperas». La película de Scorsese tiene las connotaciones de un don inesperado, justamente en su vertiginosa intuición de los rasgos esenciales de la experiencia cristiana. Un vértigo con respecto al cual resultan patéticas y grotescas las polémicas clericales que tratan de explotar hasta la película de Scorsese para orear resentimientos sobre el espíritu misionero de la Iglesia, insinuando algún tipo de conexión con los reiterados llamados de Papa Francisco a reconocer que la Iglesia «no crece por proselitismo, sino por atracción». La gran película de Scorsese es un don inesperado, incluso porque deja ver justamente la fuente verdadera que siempre ha alimentado el auténtico dinamismo misionero de la Iglesia. Como escribía Joseph Ratzinger, cuando participó como perito teólogo en la redacción del texto conciliar «De missionibus» durante el Concilio II Vaticano, la misión para la Iglesia «no es una batalla para capturar a los demás o llevarlos al propio grupo». No puede ser concebida como una conquista de almas operada por la Iglesia por fuerza propia, en lugar y por cuenta de Cristo. La misión de anunciar la salvación de Cristo, explicó el futuro Benedicto XVI, solo puede surgir como reflejo del atractivo de la gracia. Y justamente y solo por esto, no se trata de una actividad «opcional», porque una Iglesia encerrada en su auto-suficiencia, o preocupada por promoverse e incrementarse a sí misma, en lugar de anunciar el Evangelio, no sería la Iglesia de Cristo.

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