El Papa lo demostró con sus gestos de confraternidad con el Gran Imán de Indonesia, el país con mayor población musulmana del mundo. Hechos que evidencian la contribución que pueden hacer los credos a partir de la coexistencia desde la diversidad.
Sergio Rubin
De la mano de la exaltación de las diferencias, las peleas están hoy a la orden del día en el mundo. Peor aún: un fanatismo que a veces se reviste de un falso ropaje religioso, lleva al terrorismo y nuevas guerras que no aportan solución a los conflictos laceran a la humanidad con su saga de destrucción y muerte.
Por eso, los gestos de confraternidad que acaba de protagonizar el Papa Francisco con el Gran Imán de Indonesia, Nasaruddin Umar, durante su paso por el país asiático -el de mayor población musulmana del mundo- constituyen un oportuno aporte a una mejor convivencia en el planeta, digno de ser imitado.
Para dimensionar la importancia de lo ocurrido la semana pasada en Yakarta hay que verlo en perspectiva histórica. Porque las relaciones entre el cristianismo y el islam fueron en la Edad Media motivo de Las Cruzadas, las guerras para recuperar para la cristiandad la porción de Medio Oriente conocida como Tierra Santa, bajo dominio de los musulmanes. Aunque San Francisco de Asís protagonizó el primer acercamiento visitando al sultán de la región. O también vale traer a colación la ofensiva de los ejércitos de los Reyes Católicos contra la dominación árabe en la península ibérica.
Con el paso de los siglos la realidad de las relaciones fue diversa, según los lugares geográficos, porque el islam no es una religión piramidal, como lo es la Iglesia católica. Hubo casos de una convivencia óptima prolongada en el tiempo y otros, puntuales, de conflictos y enfrentamientos que incluso perduran en la actualidad.
Hoy hay ejemplos de convivencia como Indonesia, pero también de intolerancia como la persecución a los cristianos en Pakistán. Además de los migrantes musulmanes que son acogidos en Europa, por un lado, y las expresiones de islamofobia, por el otro.
Paralelamente, las relaciones entre las autoridades de la Iglesia católica y las del islam eran distantes, como en general venía ocurriendo con todas las religiones. Sea por resquemores, prejuicios o sencillamente porque el propio credo era el verdadero y nada tenía que hacer vinculándose con otros.
Hasta que en la segunda parte del siglo XX el diálogo interreligioso comenzó a tomar impulso a partir de hitos como el Concilio Vaticano II en la década del ‘60 que, entre otras cosas, puso en claro que el pueblo judío no era el responsable de la muerte de Jesús.
La convocatoria a los principales líderes religiosos del mundo del Papa Juan Pablo II a un Encuentro de Oración por la Paz en Asís, en 1986, fue otro hito. Ya nada pudo detener el desarrollo de relaciones interconfesionales. Como contrapartida, los fundamentalismos, sobre todo los que se dicen islámicos, fueron ganando espacio con sus manifestaciones violentas -el atentado a las Torres Gemelas en 2001 constituyó la máxima expresión-, determinando que el islam aclarara que es una religión de paz y que, por tanto, un terrorista, no es musulmán.
En ese marco, el Papa Francisco protagonizó con el líder de los sunitas -la corriente mayoritaria del islam- el Gran Imán de la Mezquita y la Universidad de al-Azhar, de El Cairo, Ahmad al-Tayyib, un hecho sobresaliente: suscribieron en 2019 la Declaración de la Fraternidad Humana por la Paz Mundial y la Convivencia Común en la que dicen que “las religiones no incitan nunca a la guerra y no instan a sentimiento de odio, hostilidad, extremismo, ni invitan a la violencia ni al derramamiento de sangre”.
Dos años después, Francisco viajó a Irak y se convirtió en el primer pontífice en reunirse con un ayatollah. Visitó a Sayyid Ali Al-Husayni Al Sistani, uno de los máximos líderes chiítas, la otra corriente musulmana. Mientras que apenas un año después de haber sido elegido pontífice, se abrazó en el Muro de los Lamentos con un rabino y un dirigente musulmán como testimonio de fraternidad y poco después encabezó una jornada de oración en el Vaticano con los presidentes de Israel y de la Autoridad Palestina.
En su reciente visita a Indonesia, el Gran Imán sorprendió al besarle dos veces el solideo que cubre su cabeza, mientras que el Papa lo retribuyó besándole la mano. Y en un país como el indonesio donde la convivencia interreligiosa es ejemplar, ese clima fue sellado con la singular inauguración del “Túnel de la Amistad”, un pasadizo que une la mezquita Istiqlal de Yakarta -la más grande de Asia- con la catedral católica de la Asunción, construidos frente a frente para dar un mensaje de “unidad en la diversidad”.
De hecho, Francisco les dijo a los indonesios, que estaban muy contentos por su visita, que si bien “es cierto que poseen la mina de oro más grande del mundo, el tesoro más valioso es la voluntad de que las diferencias no sean motivo de conflicto, sino que se encuentren armónicamente en la concordia y el respeto recíproco”. Volvió a destacar esa característica en la misa que ofició en un estadio ante 80 mil personas, en un país de 250 millones de habitantes, donde solo el 3,1% son católicos.
El día anterior, en un encuentro con jóvenes del movimiento católico Scholas Occurrentes, el Papa bendijo una escultura -en cuya realización intervinieron unas 1.500 chicas y muchachos- que “refleja la rica diversidad cultural del país”, según explicaron en la institución que lideran los argentinos José María Del Corral y Enrique Palmeyro. Allí Francisco dijo que “no es malo cambiar las ideas e incluso discutir como amigos. En cambio, la guerra es siempre una derrota”.
El Papa y el Gran Imán de Indonesia también suscribieron una declaración en la que se comprometen a promover la armonía religiosa y “erradicar la cultura de la violencia (…) que aflige a nuestro mundo”. Más aún: consideran que “el diálogo interreligioso debería ser reconocido como un instrumento eficaz para resolver los conflictos locales, regionales e internacionales y, sobre todo, aquellos provocados por el abuso de la religión” porque esta “es a menudo instrumentalizada”.
En su discurso, Francisco insistió en que “las guerras y los conflictos son desafortunadamente alimentados también por las instrumentalizaciones religiosas”, por lo que las religiones deben “trabajar juntas” -además de hacerlo por la defensa de la dignidad humana, el combate a la pobreza y el cuidado del medioambiente- por “la promoción de la paz”, siendo “importante que los valores comunes a todas las tradiciones religiosas se promuevan y refuercen”.
Así las cosas, de las guerras de religión, llegamos a un tiempo en que los líderes religiosos consideran que deben asumir juntos un papel importante en la construcción de la paz. Y van dando pasos en esa dirección, venciendo prejuicios dentro de sus propias comunidades, entre ellas y respecto de sectores de la sociedad que creen que solo son factores de enfrentamiento y que, en todo caso, deberían limitar la vivencia de la fe al templo.
Francisco lo tiene bien claro y obra en consecuencia. Viene de un país que, pese a todos los problemas, es un ejemplo de convivencia como la Argentina. Acaso también aquí las religiones, juntas, deberían jugar un papel más activo para que haya menos grieta y más fraternidad.
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