"No le corresponde a la Iglesia ni al Papa condenar al mundo. Tampoco desentenderse y apartarse de él"
"El mundo está viviendo una tercera guerra mundial a pedazos", suele decir el Papa. Por eso, la búsqueda de la pazes uno de los objetivos prioritarios de todos sus viajes. Más si cabe en su visita a Myanmar, un país militarizado con profundos conflictos entre sus numerosas etnias y con la persecución de los rohingya, la etnia musulmana.
Es tan complicada la situación interna del país que el Papa está hilando muy fino. Y ante la propia Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz (a la que algunos acusan de cómplice de la limpieza étnica de los rohingya), mide sus palabras. Para no generar más división ni más conflicto ni más represalias. Denuncia profética con misericordia.
El Papa no va de visita a los países que sufren los "pedazos" de guerra para tirar de las orejas a sus políticos ni para decirles a sus dirigentes lo que tienen que hacer. Ni lo está haciendo ahora en Myanmar ni lo hizo antes en Colombia, Filipinas o Cuba. No es ésa su misión. Sería pretencioso por su parte. Ni es ese su estilo.
Francisco predica -también ahora en Myanmar- su particular geopolítica de la paz, que no se contenta con recetas o con consejitos políticamente correctos, sino que apunta a las causas y al fondo de la cuestión.
Por ejemplo, el Papa denuncia las teorías del "derrame", que mantienen que el crecimiento económico, favorecido por el libre mercado, produce por sí mismo una equidad y una inclusión social cada vez mayor en el mundo. Naranjas, dice el Papa en su encíclica Evangelii Gaudium. "Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando" (EG 54).
Este sistema imperante, según el Papa, no solo no soluciona los problemas, sino que los perpetua y provoca cada vez una mayor inequidad, que es "la raíz de los males sociales" de un capitalismo financiero que "mata" siempre a los más débiles y enriquece a los más ricos. Un sistema inicuo.
Como buen profeta, Francisco no se detiene en la denuncia, sino que pasa al anuncio y desde su geopolítica de la paz ofrece salidas y alternativas. La primera, "cambiar el modelo global de desarrollo". La segunda, implementar "una nueva cultura que cuide el planeta y se evidencie en nuevos estilos de vida". Una nueva cultura de la misericordia, que escuche "el gemido de la hermana Tierra, que se une al de los abandonados del mundo".
La construcción de este "mundo mejor", de este nuevo modelo y esta nueva cultura, pasa por marginar "los intereses del mercado divinizado" y centrarlo no en los beneficios, sino en la inquebrantable dignidad de la persona humana, hecha a "imagen y semejanza de Dios".
¿Cómo aplicar estos principios generales a la geopolítica de la paz? Francisco tiene claro y está convencido de que la gramática de la paz pasa, ante todo, por el diálogo. Un diálogo sincero y leal, que no trata de anular al otro, que seduce por la convicción, que desarma con la ternura.
"No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones". El Papa conoce y comparte este viejo axioma del famoso teólogo suizo, Hans Küng. Por eso, también en Myanmar, pide paz, diálogo, respeto y tolerancia a todos los líderes religiosos.
Un diálogo en el respeto a la diversidad. "La paz se construye en el coro de las diferencias. La unidad siempre se da en la diversidad...Lo que uno de ustedes llamó armonía", dijo a los religiosos birmanos. Es la búsqueda de la unidad sin caer en la uniformidad.
Porque, como todo el mundo sabe y sufre, en estos momentos se impone globalmente la tendencia hacia la uniformidad. Las ciudades se parecen como gotas de agua, comemos lo mismo, vestimos de la misma manera y hasta nos divertimos con los mismos juegos.
Esa uniformidad es a la que el Papa califica como "colonización cultural". Porque, a su juicio, la riqueza está en las diferencias, en el mosaico que es cada vez más bello cuanto más bellas sean cada una de sus múltiples partes constitutivas.
Es el poliedro, la figura que le encanta al Papa, para explicar este nuevo sistema y esta nueva cultura que propugna desde el Evangelio de Jesús. Un sistema que coloca, como Cristo, a los pobres en el centro, y se activa mediante la parábola del Buen Samaritano.
Porque no le corresponde a la Iglesia ni al Papa condenar al mundo. Tampoco desentenderse y apartarse de él. Por el contrario, "en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan" (EG 271).
En definitiva, a la paz por los hechos de amor. A la paz, a través de la misericordia. Porque sólo el amor nos salva y nos dignifica como creyentes y como seres humanos. "Tuve hambre y me disteis de comer..." (Mt 25,35).
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