La gente no nace odiando a los judíos. Se necesitó mucha inversión y energía cultural para crear la imagen de un judío a exterminar”, me dice el filósofo y profesor argentino Tomás Abraham.
Era una tarde amable de otoño cuando uno de los pensadores más extraordinarios del país abrió la puerta de su oficina en el barrio de Palermo, en Buenos Aires. El sol y la luz entraban a raudales por la ventana y Tomás me guió hasta un antiguo sillón de cuero blanco en el centro de la sala, sobre una alfombra persa, rodeado de libros, cuadros, del disco Songs from the Road de Leonard Cohen y del diploma de Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires. La conversación fluyó y Abraham, hombre vital y vestido de negro, conversó sobre su familia perseguida por los nazis en Rumania, sobre sus viajes, sobre sus fracasos y sobre una vida nueva que empezó a sus 37 años. Además, hizo algunos comentarios sobre amigos que perdió por su mirada crítica del kirchnerismo y sobre política actual: “El gobierno de Milei es un desastre”, dijo.
Tomás fue titular de cátedra de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires durante más de treinta años; se formó en Francia, donde estudió Sociología en La Sorbonne de París y Filosofía en la Universidad de Vincennes, donde fue alumno de Michel Foucault. En 1984, con la democracia recién recuperada en Argentina, Tomás sale de su “caverna mental” —oscura, fría, hostil, como él mismo la describe— y le hace lugar al impulso de escribir que dominó el resto de su vida. Creó el Colegio Argentino de Filosofía y en 1992 fundó el Seminario de los jueves, grupo de estudio que durante 25 años se juntó los jueves de todas las semanas, para reflexionar, exponer y escribir sobre Deleuze, Foucault y Sartre. Escribió más de treinta libros, traspasó el universo académico y se convirtió en columnista de los diarios más importantes de Argentina, como La Nación, Clarín, Página 12 y Perfil, y debatió con fervor en el prime-time de la televisión, cultivando una voz directa, provocadora, segura y clara.
Tomás Abraham despierta en quien lo escucha pasión por lo que dice; es alguien que incita a leer sobre lo que cuenta y, cuando se lo escucha hablar sobre filosofía, uno siente que algo importante está pasando.
La dificultad
La dificultad es una novela autobiográfica de Tomás Abraham publicada en 2015 en la que el autor narra con honestidad, ingenio y coraje sus primeros 37 años de vida, etapa en donde estuvo en la “caverna”, un invierno espiritual, helado. Cada capítulo es la muestra de que se conquista la libertad cuando se experimenta el absurdo. Sin autocompasión, sin ser víctima pasiva, sin adornos, Abraham narra la forma en que encontró el camino de salida en un bosque sin luz a medianoche, la forma en que se puede transformar el desastre en arte.
La dificultad es un texto que se abarrota de tardes negras de la infancia y adolescencia, de pérdidas, de muertes: constipaciones, complicaciones de la higiene anal, el terror a hablar en público y a atender el teléfono por una tartamudez férrea, el rechazo antisemita de un colegio pacato del barrio de Belgrano, el Belgrano Day School, el intento fallido de ingresar al reconocido colegio Nacional Buenos Aires, la presencia de dos compañeros nazis declarados que se masturban en la fila del fondo de una clase de Geografía en el secundario. Un psiquiatra que le dice que lo veía buenudo: “bueno y un poco boludo”. Sus primeras discusiones con una autoridad, cuando se peleó a trompadas con un compañero que tenía su pierna enyesada “no sabía si estaba bien pelearme con un enyesado ni por qué me había desafiado, no sentía nada, mis puños cerrados estaban juntos en la posición clásica de guantes recogidos que ni soñaba despegar, hasta que recibí la trompada que me tumbaría al suelo”, escribe.
El texto está poblado por fantasmas de mujeres que el autor amó, y hay crisis amorosas que terminan “en un fin de año solo en mi casa vaciando una botella de champagne, bailando a los saltos por todos los cuartos, vomitando en el baño apoyado sobre el lavabo hasta arrancarlo de cuajo con una fuerza descomunal”. Drogas, películas porno, apetito intelectual, la vehemencia de los sentimientos —continúa narrando— , y su militancia en la izquierda universitaria cuando cursó el único cuatrimestre de Sociología en la Universidad de Buenos Aires, antes del golpe de estado del dictador Onganía de junio de 1966, acontecimiento por el que Tomás decide emigrar a Francia porque Argentina se vuelve, poco a poco, imposible.
París es una fiesta
“Cinco años de estudiante en París tuvieron un espesor existencial de alta intensidad”, me dice Tomás. Vive en Francia de 1966 a 1971, donde estudia Sociología y Filosofía con el mayo francés de fondo y participa de las revueltas estudiantiles. Clases, despedidas, trenes, el robo en librerías, un amigo “el loco de París” que comía pizza condimentada con cocaína y su novia argentina Brisa que decide viajar a Francia para estudiar y vivir juntos. “Fue la época feliz de mi estancia parisina. Descubrí la libertad, me tiraba sobre la moquette del cuarto y me decía que podía hacer lo que quisiera. La presencia de Brisa permite vivir, dormir y despertarse. Estar sin ella produce un ahogo”, escribe.
“Simone de Beauvoir, la legendaria, escribió la novela Todos los hombres son mortales. La había leído en mi habitación de Virrey Loreto, y entendí. Quien no muere, ve morir. No deja de ver morir. Es feo —escribe Tomás, y recuerda cómo recibió la noticia amarga de un amigo cercano quien le dijo que tenía cáncer de lengua—. Al enterarme de que estaba muy enfermo nos vimos en París. Salimos a cenar un jueves a la noche, la última cena. Eligió el restaurante. El lunes siguiente la mujer lo iba a internar. Estaba muy flaco. No comía. En la cena a la que fuimos los tres, R, su esposa y yo, mientras nosotros comiámos carne, R tenía una cuchara en la mano y un puré ensopado en el plato. Nos despedimos con un abrazo, abracé piel y huesos y le dije que lo llamaría la semana siguiente. Lo hice. Murió a los dos días. Extraño sus silencios, nuestros silencios”.
Después de recibirse de licenciado en Sociología y en Filosofía, de orar en una misa privada en París con un cura villero de apellido Mugica que en Argentina fundó el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y que fue asesinado por el grupo parapolicial anticomunista Triple A, de vivir sin Brisa: “Cortar sin anestesia. Desde Francia y por teléfono le dije que no volviera”, y después de dar clases en una escuela, en Normandía, el autor sudamericano judío rumano y afrancesado estaba listo para su aventura asiática.
India, Japón y vuelta a Buenos Aires
Recorre India en jeep, escribe poemas, reside en Tokio donde da clases de inglés y español a japoneses y filma dos películas pornográficas con su novia “la presocrática” —así la nombra—. “Todos los oficios terrestres están a disposición de los viajeros, y una vez desnudos los dos en escena rodeados por un equipo de decenas de personas, no me parecía que estuviera llevando a cabo un acto audaz sino un trabajo poco interesante, bastante ridículo y con un guión pobre, si es que podía llamarse guión. Pero el público japonés se volvía loco con blancas en lolas”, escribe Tomás.
“Sangraba por el culo. La boca de mi estómago era un volcán”. Las hemorroides interrumpen su vida de migrante después de que le dan un diagnóstico de cáncer que lo hace volver a la Argentina. El viaje afuera de casa que había empezado en octubre de 1966 en Francia llega a su fin en Japón en abril de 1972 cuando regresa a Buenos Aires. “Hubiera podido dejar en el recuerdo mis memorias argentinas y convertirme en ciudadano francés. Llegar a mis treinta años integrado al universo académico y ser un viajero de congresos internacionales. Tejer nuevas relaciones. Ver cómo el país de mi adolescencia se convertía en un antro de dictadores sangrientos. Solidarizarme con los exiliados argentinos y colaborar con las campañas de denuncia por la violación de derechos humanos. Tener un hijo francés. Vidas imaginarias. Podría haberme quedado en Tokio luego de la separación de la Presocrática. Sin embargo, mi vida no fue ésa. De Tokio en camilla a Buenos Aires. La fábrica. El descenso. El encierro. La experiencia química. El desorden mental. El viaje interior. La angustia”, escribe Tomás.
La matanza negada
En su libro La matanza negada. Autobiografía de mis padres, Tomás corporiza la muerte de los creadores de su propia historia, cuenta cómo sobrevivieron al exterminio nazi y detalla un tiempo monstruoso y lunático en el que los nazis asesinaron a trescientos cincuenta mil judíos en Rumania. Se obstina en explicar de un modo lúcido que el nazismo fue algo elaborado, no una idea de locos sueltos y de salvajes, sino una cultura cimentada por la intelectualidad rumana que se reconvierte y pasa de ser cosmopolita, pluralista y desprejuiciada a racista y admiradora de Hitler. La tesis principal es que la matanza nazi no fue una “demencia colectiva’”, no tuvo nada de locura, y ese es el punto de dificultad al que se acerca el autor: a la idea de que los campos de exterminio formaron parte de la “cordura” del siglo XX europeo, de su racionalidad política, y fue la consecuencia de una cultura de la exterminación verdadera consolidada por una legión de intelectuales.
En esa Rumania donde los judíos eran estigmatizados como el virus étnico que envenenaba el proyecto nacional rumano, y donde se ejecutaba un plan para eliminar a un pueblo de la faz de la tierra para que no quedara rastro alguno en la memoria de la humanidad, los padres de Tomás se casaron en la ciudad de Timisoara, al suroeste del país, un mes de mayo de 1944. Mientras Rumania ardía en sus fronteras orientales, en la región donde vivían sus padres todavía no se había dado la orden de la solución final. Como todos los judíos de Timisoara, los padres de Tomás tenían horas fijas para salir a la calle o ir de compras; debían bajar las persianas al atardecer —detalla Tomás— y los hombres estaban obligados a abandonar sus casas e ir por un tiempo a “trabajos forzados”, como presos temporarios, a picar piedras y arreglar caminos. Mientras la persecución acechaba, los padres de Tomás se juntaban con amigos en su casa al atardecer, en la cocina para que no se vieran luces desde el exterior y ponían música. Bailaban.
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“Mi padre fabricaba medias en un taller con unas pocas máquinas; mi madre aprendía a cocinar. El embarazo fue tranquilo. En las fotos, se los ve felices. El día que se casaron, brillaban, además, porque eran hermosos”, escribe.
Tomás nació en Rumania el 5 de diciembre de 1946, un año y medio después del final de la guerra. En 2002, regresó a su tierra natal con sus progenitores y buscó el lugar donde estaba enterrado su abuelo Lázaro, el padre de su padre. “Fue solo por mi insistencia en recorrer Sighisoara para saber quién había sido mi abuelo que, gracias al único judío sobreviviente de Auschwitz que vivía en la zona, pude encontrar en la sinagoga uno de los cuadernos de tapa de cuero que había en un escritorio del desván. Estaban pegadas unas páginas amarillas escritas en letra gótica con los nombres de los sepultados en el cementerio judío de Sighisoara. Leí el nombre de mi abuelo. Fui al cementerio en un punto alto del pueblo al final de un camino. Era un terreno baldío, con un portón enrejado caído y varios monolitos dispersos, irreconocibles en su mayoría al estar cubiertos por el moho. Busqué una espátula, acompañado por mi mujer, y comenzamos a raspar una tumba tras otra para poder descifrar con mi hebreo básico el apellido de mi abuelo. Lo encontré y fui a buscar a mi padre que, con mi madre, estaba en un hotel en las afueras de la ciudad”, escribe Tomás.
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