Meditación por la solemnidad de San Pedro y San Pablo
Se considera tradicionalmente al día de Pentecostés como la fiesta litúrgica en la que se inicia la misión de la Iglesia. Nadie lo niega. Pero tú, Iglesia, ¿quién eres, qué dices de ti misma? No es una pregunta provocadora, porque la identidad es la base de toda misión. Juan el Bautista también fue interrogado por aquellos que le habían sido enviados desde Jerusalén: ¿Por qué bautizas? ¿Tú quién eres? Yo soy una "voz", dice, no soy el Ungido. Hay que esperar al Mesías; es él quien será consagrado por el Espíritu Santo (cf. Jn 1, 19-33).
Jesús también será interrogado por el Sanedrín: ¿Eres tú el Cristo? Dínoslo. ¿Eres el Hijo de Dios? Contesta. ¡Jesús respondió y fue declarado blasfemo y condenado a muerte! (Cf. Mt 26, 59-66). Entonces Pilato también le preguntó: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Eso no era cierto, pero fue condenado de todos modos (cf. Jn 19:1-16).
Por último, los Apóstoles también serán interrogados: ¿Con qué poder y en nombre de quién predicáis y hacéis esto? (Ver Hechos 4, 7). La Iglesia apostólica comenzó su misión entre la predicación y la persecución.
Pablo VI, con motivo de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, en la Sala conciliar, planteó la pregunta: Iglesia, ¿qué dices de ti misma? ¿Quién eres? La Constitución dogmática Lumen Gentium vio la luz y en ella los padres conciliares escribieron: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, esto es, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Se reafirmaba nuevamente el estrecho vínculo con la persona de Jesús, como para subrayar aún más claramente la naturaleza y la unión indisoluble con Cristo. Esto es lo que algunos quisieran revisar hoy subrepticiamente, atacando su sacramentalidad y la unión indisoluble y reduciéndolo todo a una organización de hombres orientada por opiniones, ideologías, consensos, pretendidamente mayoritarios, según las formas más actuales de la organización socio-política.
La sacramentalidad de la Iglesia se sitúa, verdaderamente, en su naturaleza más íntima y profunda, es decir, en la conciencia que tiene de sí misma, infundida por Cristo; por eso la Iglesia no puede ser nunca reducida a una simple organización humana, y mucho menos a una organización «de derechas» o «de izquierdas», por prerrogativa de «conservadores» o «progresistas». La Iglesia, como Eva, ha sido sacada del costado atravesado de Cristo crucificado. Existencial y ontológicamente, por lo tanto, saca su naturaleza de la propia naturaleza del Hijo de Dios encarnado: divina y humana al mismo tiempo. La Iglesia, la nueva Eva, es por lo tanto amada y «adorada» por su Esposo. Oseas vio su belleza y cantó esta relación en términos casi carnales.
Tomando prestada una feliz expresión de Benedicto XVI (Jesús de Nazaret - Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección), también podemos decir que la Iglesia es presencia: don y tarea. Es un «don», en la medida en la que se nos da, pero no tenemos su posesión; es una «tarea» en virtud de la misión encomendada por Jesús. Juan XXIII en vísperas del Concilio la había señalado como Mater et Magistra (Madre y Maestra). Como «esposa» está indisolublemente unida a Él: preserva a su Esposo en la fe y en su corazón como «Eucaristía», síntesis y culminación de una relación santificante y una presencia eterna.
Una maternidad fecunda implica un deber: es generadora de hijos en la gracia del Bautismo, es regeneradora en la remisión y el perdón, es consoladora en la enfermedad, es dispensadora de toda bendición en el matrimonio y el sacerdocio.
Juan XXIII también quiso mostrarla como «Maestra»: por lo tanto, no sólo generadora por «Gracia», sino también para la «Verdad», que está obligada a llevar a todos los pueblos y al género humano, según la expresión, ya mencionada, del Concilio. En esta tarea se convierte en un instrumento de paz y unión, sin cálculos ideológicos, políticos o militares, antes bien al servicio más humilde del hombre en tiempos de desasosiego, cambios sociales y desequilibrios que violan la dignidad, la libertad y la propia persona humana. Benedicto XVI comenta que es precisamente al pie de la cruz, es decir, en el momento más alto y sublime de la donación y amor, donde comenzó la Iglesia de los «gentiles», yendo más allá de la dimensión judía; y añadió que «a partir de la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. En virtud del Hijo que sufre, reconocen al verdadero Dios» (ibíd.).
Si repetimos la pregunta ahora: Iglesia, ¿quién eres?, la respuesta podría parecer más obvia: «Soy un don y una misión, madre y maestra». Decir otra cosa podría ser reductora y a veces engañosa.
Pensando en la pecadora perdonada por Jesús en la casa de Simón el fariseo que derramaba ungüentos perfumados en los pies del amado Maestro; o en María de Betania que le agradecía con un gesto similar por la resurrección de su hermano Lázaro; o en José de Arimatea que no reparó en gastos para perfumar, con abundantes ungüentos, el Cuerpo del Señor bajado de la cruz y dispuesto para ser enterrado. Debemos reconocer, en efecto, que es necesario ocuparse también hoy, más que nunca, de ese «Cuerpo», de esa «Esposa» de Cristo, de nuestra «Madre» la Iglesia, herida por el peso de la indiferencia, por innumerables actos de violencia, por críticas mortificadoras, por intentos de manipulación, más o menos ocultos, y por grandes decepciones, sobre todo cuando se producen a manos de aquellos que le pertenecían.
Sin embargo, hay que tener cuidado de no aceptar razonamientos retorcidos y moralistas de aquellos que siempre están dispuestos a culparla de todas las miserias humanas de sus hijos; el propio Jesús había liquidado el razonamiento hipócrita de Judas, que criticaba el despilfarro de dinero en la compra de unguentos por aquellos que le amaban, como María de Betania.. ¡La Iglesia debe ser amada! Es sabido que es más fácil y rentable reprenderla o criticarla.
Es fundamental para cada hijo amar a su madre, escucharla como a una buena maestra, recibirla como un regalo incomparable (solo se aprecia su verdadero valor cuando se la pierde) y apoyarla en la tarea que se le ha confiado de dar y llevar a Jesús. El Señor confió la protección de la Iglesia en su peregrinación terrenal a Pedro, como hizo con Juan confiándole a María. Pedro a lo largo de la peregrinación es su «hijo» y «guardián» al mismo tiempo.
En su Testamento Espiritual, Pablo VI escribió a la Iglesia: «Sé consciente de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo». ¡Estas palabras siguen aún vigentes!
*Gran Maestre de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén
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