Comentario del jueves de la 3.ª semana del tiempo ordinario. “Y les decía: Prestad atención a lo que oís. Con la medida con que midáis se os medirá y hasta se os dará de más”. El corazón de un cristiano es, así, un corazón abierto, que no se cierra al propio egoísmo, que no se pone límites: no cuida hasta cierto punto, no perdona hasta un determinado momento, no espera mirando el reloj.
Evangelio (Mc 4, 21-25)
Y les decía: — ¿Acaso se enciende la lámpara para ponerla debajo de un celemín o debajo de la cama? ¿No se pone sobre un candelero? Pues no hay cosa escondida que no vaya a saberse, ni secreto que no acabe por hacerse público. Si alguno tiene oídos para oír, que oiga.
Y les decía: — Prestad atención a lo que oís. Con la medida con que midáis se os medirá y hasta se os dará de más. Porque al que tiene se le dará; y al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará.
Comentario
Después de haber hablado del sembrador que salió a sembrar, de la semilla que “cayó en tierra buena, y comenzó a dar fruto” y de aquella que, en cambio, cayendo en tierra dura, pedregosa y entre espinos, no dio ningún fruto, Jesús nos habla de la lámpara que se pone en el candelero y de la medida que utilizamos para medir.
Estas dos parábolas nos hablan del modo de ser cristiano: alguien que se da sin medida. Porque, en realidad, es el modo de ser, de vivir, de pensar, de actuar, de Jesucristo: todo lo hace sin medida, abundantemente. No se reserva nada.
El cristiano ha recibido la luz de Cristo, luz que vino al mundo para disipar las tinieblas de nuestros corazones. Por eso mismo, todo cristiano es un testigo de esa luz.
Todos debemos vernos bajo esa luz: no estamos sometidos a la tiniebla de nuestras miserias, pecados, debilidades, torpezas; tampoco a la tiniebla que nos rodea en forma de enfermedad, fracasos, humillaciones, faltas de agradecimiento, olvidos, etc.
Somos hijos de la luz, los hijos amados de Dios, que nos cuida, nos salva, nos espera siempre.
Y quiere que seamos testigos de esa luz: que, a través de nuestro cuidado, de nuestro trabajo, de nuestro saber esperar, perdonar y consolar, llevemos la luz de Dios a tantos corazones que están en tinieblas.
Y todo ello, sin medida, con magnanimidad, porque somos hijos de un Padre magnánimo.
El corazón de un cristiano es, así, un corazón abierto, que no se cierra al propio egoísmo. Es un corazón que no se pone límites: no cuida hasta cierto punto, no perdona hasta un determinado momento, no espera mirando el reloj.
Es un corazón que desea tener el corazón de Jesucristo, un corazón que se da sin medida.
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