Ante una severa crisis y la decisión de los accionistas de Cristalerías Rigolleau de echar a 1.200 obreros, Enrique Shaw -que estaba al frente de la empresa- logró evitarlo con un plan inspirado en su fe. El 26 de este mes se cumplen 100 años de su nacimiento.
Sergio Rubin
Las recurrentes crisis económicas que sufre el país -y la pandemia sumó la enésima- convirtieron a los empresarios en experimentados pilotos de tormenta que deben tomar decisiones muy difíciles que pueden afectar el destino de sus trabajadores. A veces no les queda otra alternativa que apelar a los despidos. ¿Pero es siempre el último recurso para salvar una empresa luego de que se intentaron todos los caminos posibles? Enrique Shaw se enfrentó a esta encrucijada hace más de seis décadas estando al frente de Cristalerías Rigolleau y asumió el desafío de procurar preservar las fuentes de trabajo no solo por el daño económico que conlleva, sino porque decía que constituye sobre todo un “mal moral” y que tratar de evitarla, además de un imperativo ético, es una exigencia de todo buen cristiano.
En 1959 los vaivenes de la economía provocaron una fuerte caída de las ventas de la empresa y sus accionistas decidieron el despido de 1.200 trabajadores. Pero Shaw consideró que había posibilidades de evitar tan drástica medida. Que se podía sortear la crisis preservando las fuentes de trabajo y, de paso, conservar a un personal que juzgaba muy capacitado. Entonces elevó al directorio un plan de contingencia –acompañado de una entusiasta defensa- que fue aprobado, aunque con condiciones: fijó un monto que la empresa estaba dispuesta a perder en el intento y un plazo de unos meses para lograrlo. Enrique –que por entonces transitaba los 38 años, estaba casado con Cecila Bunge con quien tenía nueve pequeños hijos- era consciente de que iniciaba una arriesgada carrera contra el tiempo.
Lo primero que hizo fue redactar una carta al personal con descarnadas afirmaciones acerca de la gravedad de la desocupación, que hoy dejarían anonadado a más de un sindicalista. “Es un mal moral y no solo un mero hecho económico, como sostienen ciertas teorías que no dudarían en sugerir que en determinados casos puede ser una solución útil e incluso conveniente para facilitar la recuperación económica”, comienza diciendo. “Nunca aceptaremos este materialismo que sacrifica a la persona humana por dinero y ganancias”, subraya. Luego, expone con minuciosidad sus consecuencias entre los trabajadores y sus familias y, en ese sentido, destaca que éstas “deben ser consideradas cuidadosamente antes de que se realicen despidos y suspensiones”.
Enrique afirma que el desempleo es “en primer lugar un mal moral porque afecta con todos sus sufrimientos a los seres humanos físicamente y en su corazón. La pérdida de empleo y la pérdida total de ingresos -añade- provocan en las familias afectaciones de tristeza y restricción, incluso en las necesidades esenciales de la vida”. Señala que, además, “da lugar a la incertidumbre, el miedo al futuro y, con frecuencia, la miseria”. Por tanto, considera que “ningún cristiano, ninguna buena persona puede permanecer indiferente ante la posibilidad de tal sufrimiento”.
También dice que el desempleo es “en primer lugar un mal moral porque amenaza la dignidad del hombre. Esta dignidad –indica- es compartida por empleados y empleadores, por lo que todos se esforzarán mutuamente para evitar, en la medida de lo posible, cualquier circunstancia que haga inevitable el desempleo. Por tanto, tanto los empleados como los empresarios deben mantener la calma y control en las discusiones y controversias, evitando la violencia y la mala voluntad que siempre son malos consejeros y por lo tanto dan malos resultados”.
“Finalmente -expresa-, el desempleo es un mal moral porque viola los planes de Dios, pues Él quiere que el hombre trabaje y obtenga de su trabajo los medios para que él y su familia puedan vivir una vida humana útil para la comunidad. En una sociedad justa y bien organizada -destaca-,no habrá lugar para el desempleo”. Tras lo cual deja en claro ante la crisis de la empresa que los despidos se producirán “cuando no hay otra posibilidad de evitarlos” y “si el bien común lo requiere”. Y que se harán con “justicia, equidad y caridad” después aplicarse todas las medidas legales.
Consigna que “los supervisores y capataces harán un esfuerzo especial para asignar tareas al personal excedente de una manera realmente útil”. Y advierte que “la única defensa real de los intereses de todos es producir a costos que nos permitan competir y vender nuestros productos, manteniendo así la fuente de trabajo”. Aclara que esto “se aplica a las personas que realmente desean trabajar. No hacer nada para evitar que haya personas que roban o ponen obstáculos a todo es disminuir la posibilidad de retener a personas que realmente necesitan trabajar y perseguir el progreso”.
Shaw concluye que la actitud de la empresa “será clara y al mismo tiempo tranquila y no demagógica. No hagamos promesas, ni amenazas –recomienda-, sino un esfuerzo consciente y permanente” para conservar a la mayor cantidad de trabajadores. Lo cierto es que con el tiempo la crisis se superó: mejoró la eficiencia en la producción, se recuperaron las ventas y se optimizaron las cobranzas. Incluso las pérdidas económicas autorizadas por el directorio fueron menores. Entonces, Enrique logró que la diferencia fuese distribuida entre los trabajadores como un premio.
Enrique nació el 26 de febrero de 1921 en Paris. Hijo de una familia de alcurnia (su madre era Sara Torquinst y su suegro era el urbanista Jorge Bunge, fundador de Pinamar), tras estudiar en el colegio La Salle de Buenos Aires ingresó a la Armada. Allí obtuvo los mejores promedios y se convirtió en el oficial más joven en la historia de la Marina argentina, donde realizó una intensa labor apostólica en tiempos en que era la fuerza menos religiosa. Pese a una foja de servicios sobresaliente y tras haber fundado el Círculo de Cadetes de la Acción Católica, se retiró como capitán de fragata.
Es que Enrique quería adquirir la disciplina militar, pero ser empresario. Paralelamente se fue destacando como dirigente católico: fundó la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE) y fue su primer presidente. Además, se contó entre los promotores de la naciente Universidad Católica Argentina. Escribió numerosos ensayos breves sobre espiritualidad, virtudes y liderazgo. En un libro, los españoles Gustavo Villapalos y Enrique San Miguel lo consideran uno de los laicos católicos más destacados por su compromiso religioso, político y social en el siglo XX.
De una gran humanidad, el enorme cariño que despertaba entre los obreros se reflejo cuando, con apenas 41 años, un cáncer apagaba su vida y más de 250 de sus empleados de Rigolleau se presentaron en la clínica para donarle sangre. Gracias a una recuperación precaria, Shaw pudo agradecer el gesto al personal en la fábrica con elocuencia: “Puedo decirles que ahora casi toda la sangre que corre por mis venas es sangre obrera”.
Enrique murió el 27 de agosto de 1962. En 2001 se inició en Buenos Aires su causa de canonización y actualmente está muy avanzada en El Vaticano. Así, se encamina a ser declarado el primer santo empresario del mundo.
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