Probablemente con el tiempo se fue enfriando la relación del Papa con la política argentina, arriesga el autor. Prefiere, en todo caso, reivindicarlo parte del olor a ladrillo y oveja de quienes construyen un poder paciente, barrial, clerical.
“Venía en un remís y escuchábamos la radio. Ya llegando a Perito Moreno y Cruz escuchamos al locutor decir que había humo blanco. Ahí le dije al remisero: ‘salió elegido un Papa’. Llegué, llamé a dos sacerdotes que estaban ahí conmigo, a Hernán y a Nicolás, y prendimos la televisión. Apareció entonces el cardenal francés que dijo ‘Jorge Mario Bergoglio’. Saltamos los tres, nos abrazamos, y fuimos a tocar la campana de la parroquia. Algunas personas se fueron acercando.” La parroquia es la “Santa María Madre del Pueblo” de Bajo Flores, el día es el 13 de marzo de 2013 y el momento es la certeza de pocos: casi nadie sabía qué significaba exactamente tener un Papa argentino, aunque, más precisamente, tener a ese Papa argentino. La felicidad y las campanadas del gran cura Gustavo Carrara sonaban sobre ese silencio: llegaba la hora de saber quién era de verdad Jorge Mario Bergoglio. Los atajos del tratamiento periodístico (quienes lo querían o lo odiaban) eran insuficientes para comprender la complejidad real del hombre. Hay libros y especialistas notables: la periodista Elisabetta Piqué o Sergio Rubín, entre otros.
El viejo “¿qué estabas haciendo cuando…?” es la primera selfie de la historia. El tren de la historia y cada uno: el hierro de los hechos y las medias de lana que llevamos puestas. Las palabras sobre ese día de Gustavo Carrara, joven e histórico “cura villero”, no ostentan una teoría del poder o una crónica de las intrigas de palacio, sino una de las otras facetas de Bergoglio y sus fieles: el olor a ladrillo y oveja de quienes construyen un poder paciente, barrial, clerical. Lo que Carrara lleva en sus zapatos. Bergoglio, como arzobispo porteño, convirtió en Vicaría la pastoral de Villas (“Dale poder a un hombre y lo conocerás”, repite Carrara). La Iglesia de Bergoglio anticipaba su papado: no tanto las reformas de una institución sino el lugar de la institución. Esto es: habitar el centro del problema. En la campaña electoral porteña previa a la llegada a la intendencia de Macri en 2007 tomó cuerpo una referencia: una carta de esos curas villeros para pedir “integración urbana”. Una Iglesia que pedía más (y mejor) Estado. Después, fue incómodo para el macrismo porque era el observatorio del daño social de su política. Durante la presidencia, Macri miraba de reojo cada gesto del Papa.
Hace años entrevistamos a Gustavo Carrara con Mario Santucho y pidió si podía ser en un bar del centro. ¿El motivo? Traía en el bolsillo del jean los datos de un chico de Flores al que había ido a pedir una vacante a un colegio de microcentro donde tenía un director amigo. Carrara ya era obispo auxiliar de Buenos Aires y la imagen sencilla del papelito en el bolsillo no se parece en nada a la de quienes, en estos largos diez años, ostentaron el supuesto crédito de una relación con Bergoglio (Carrara recién lo vio personalmente en 2018), con la foto desgastada de un besamanos que venía a pedir el atajo para el óleo sagrado. Más papistas que el Papa: consumir el derrame de un poder hecho de imágenes. Hubo demasiado tiempo en que la política buscó la conversión de la Santa Sede en la nueva Puerta de Hierro. Claro, en 2013 se jugaban los últimos años de Cristina y el peronismo supuso que desde Roma habría un pulgar selectivo que iluminara al heredero.
De supuesto “colaboracionista” a ídolo de los pueblos del sur. Porque el nombramiento del Papa argentino se contuvo en el vaivén de las primeras horas. ¿Los que adoraban a Bergoglio se decepcionaron con Francisco, los que odiaban a Bergoglio se ilusionaron con Francisco? Primero tenemos el cementerio de “tuits borrados” de muchos cristinistas que se apuraron para ver en Bergoglio el encumbramiento de quien venía a romper el bloque populista de Sudamérica. Lo comparaban con Juan Pablo II, a quien -en resumidas- cuentas le adjudicaban la caída del comunismo como si esa caída no tuviera el propio peso de las viejas carnicerías estalinistas y el deterioro del socialismo real. (Juan Pablo II, el Papa polaco que el 10 de abril de 1987 diera una misa en el Mercado Central rodeado de miles de trabajadores argentinos.) Para otros tenía el sabor invertido en ese espejo: llegaba, como lo llamaban, “el jefe de la oposición” al kirchnerismo. Bergoglio fue Francisco, fue otro y fue él mismo.
Detrás de estos menudeos superficiales de la política, y en otro ángulo, Mariano Schuster y Florencia Hidalgo rastrean en un texto (“El hermano de Roma: la recepción protestante del Papa del Sur”) la acogida del nuevo Papa para el protestantismo histórico con quien los “unía la comunión en Cristo, la prédica de la importancia de la oración, y el mensaje de un cristianismo hecho desde la sencillez y la humildad del pueblo”. En su texto, compilado por Diego Mauro y Aníbal Torres en el libro “Construir el Reino: política, historia y teología en el papado de Francisco”, Schuster e Hidalgo dicen: “las declaraciones del protestantismo histórico argentino no tenían solo un efecto local, sino que constituían un mensaje claro a las organizaciones globales del universo protestante. Les decían, en sus términos y a su manera, que el hombre a quien habían conocido como Jorge Bergoglio, no estaba solamente comprometido con el diálogo ecuménico, sino que era también el portador de un mensaje teológico y social que los protestantes podían sentir cercano”. Los pastores protestantes tenían la ventaja que los obedientes no: conocían a Bergoglio y no se basaban en lo que habían leído en la prensa.
Pero probablemente con el tiempo se fue enfriando la relación del Papa con la política argentina, menos fotos también a partir de cuentas básicas: el Papa no es portador de ideas electorales, es profeta de una noción incómoda y concreta de “los últimos” y de lo último en el mundo (África, Irak, los adictos, los trabajadores descartados). Durán Barba en sus años de acumulación electoral miraba socarronamente a quienes buscaban en la Santa Sede los votos que no eran capaces de buscar en la calle. Francisco es incómodo justamente por su previsible voluntad de ir contra la corriente, diríamos, y para allanar camino, una voz en un mundo de individuación. El Papa que fue tapa de la Rolling Stone no está de moda.
Encarna una teología del pueblo para el pueblo del siglo XXI: su novedad se podría rastrear en viejos libros de Rodolfo Kusch, Juan Domingo Perón, Gerardo T. Farrell (quien junto a Juan Lumerman publicaron una encuesta en plenos setenta sobre la religiosidad popular, “¿La Iglesia dónde está? ¿En el 1% de los militantes, en el 10% de los practicantes o en el 90% de los que se bautizan?”), la obra exquisita de Rafael Tello, incluso en Arturo Jauretche y los demás nombres que forman la teología del pueblo; y también en la mirada sobre una economía social que tiene en el Papa una primera palabra que, a fuerza de su voluntad, no sabemos si nombra lo que existe o nombra para que exista. O las dos cosas juntas. ¿Existiría en la Argentina el Registro de Barrios Populares o el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular sin el Papa? Políticas que atravesaron gobiernos de distinto signo.
Escribió acá Pablo Touzon que la Iglesia “tiene su propia forma de milenarismo y de filosofía de la Historia, una que no remite ni a la Fe en el progreso tecnológico ni a la racionalidad económica -el canon unánime del siglo que termina y del que acaba de empezar- y que le permite cuestionar algunos tabúes que la política secular ya no se permite”. El libro de José Fernández Vega (“Francisco y Benedicto: el Vaticano ante la crisis global”) marca esas líneas de continuidad entre los últimos tres Papas (Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco): “la crítica al capitalismo como forma definitiva de organización social”.
Carrara también cita. Se trata del manuscrito de un discurso que pronunció, en ese entonces Bergoglio, en las congregaciones generales con los cardenales antes de que comience el Cónclave que lo hizo Papa. El texto se hizo público por primera vez en la revista del arzobispado de La Habana, ya que el mismo Bergoglio le había regalado el manuscrito de puño y letra al cardenal cubano Jaime Ortega. Leemos: “En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar… Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.”
¿De Papa que iba a acabar con el populismo a Papa populista? Una palabra, además (“populismo”), que Francisco desdeña (como se lee en Fratelli Tutti). La grieta argentina, que es nuestra última “primera versión de la Historia”, se lo quiso tragar y no pudo. El Papa elige sus propias batallas, no dejan que se las elijan por él. Como le dijo en una última entrevista a Daniel Hadad: “Yo sospecharía de las decisiones en las cuales no hay ninguna resistencia”. ¿Pero qué decisiones toma el Papa? La palabra es una decisión. Emilce Cuda resume la visión laudatista: “Cuidar la vida en el planeta implica algo más que no usar aerosoles y juntar tapitas de plástico; y algo más que hacerse naturista y meditar en soledad. Cuidar la vida es generar trabajo digno, pagar salarios justos y otorgar garantías universales y continuas para formación, capacitación y organización sindical”.
Nunca conocimos un poder por derecho divino tan cercano. Dios en nuestra lengua, la versión de ese antiguo poder romano tan accesible, que incluso se quiso interpretar llevando agua a nuestra zanja (con la liviandad de decir: “¡ahhh, un Papa peronista!”). ¿Pero será profeta en su tierra? Le pregunto a Marta, una mujer única, dolorida y generosa, que es pastora evangélica en Villa Soldati, qué piensa del Papa. Copio su guasap: “A veces su manera no me gusta, es demasiado político”. ¿Qué es lo político de Francisco? Hadad, por el contrario, imagina que después de la ola eufórica de la Scaloneta, una llegada de Francisco podría replicar ese sentimiento común. Difícil imaginar algo unánime, aunque sí popular. Pero Francisco ya es del mundo. Y más allá de las circunstancias, nunca habría que dejar de mirar lo que señala con el dedo. Lo que no tiene nombre. El mensaje está en el mensajero: el Papa destruye la obviedad de lo que en boca de otros sería un lugar común. Su proclama a favor de las obediencias eternas (cuidar a los enfermos, alimentar a los hambrientos, trabajar por la paz…). Y sus palabras esenciales chocan con una cultura política global que podrían traernos un pequeño antídoto contra ese mal en Argentina (el de una política ensimismada en sus problemas y tratando de que la sociedad haga propio lo que es del César):
El tiempo es superior al espacio.
La unidad es superior al conflicto.
La realidad prevalece sobre la idea.
El todo es más que las partes.
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