En una conversación de 1993, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe habló sobre la vía hacia la unidad de las Iglesias y de posibles «soluciones intermedias» en vista de la plena comunión: «Existe un deber de dejarnos purificar y enriquecer por el otro»
«La finalidad última» del camino ecuménico «es, obviamente, la unidad de las Iglesias en la Iglesia única, pero esta última finalidad no implica uniformidad. Unidad en la pluriformidad». Y las Iglesias ortodoxas «no deberían cambiar mucho en su interior, casi nada, en el caso de una unidad con Roma». Estas palabras fueron pronunciadas el 29 de enero de 1993 por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, durante una conversación pública con el profesor Paolo Ricca, de la comunidad valdense, que se llevó a cabo en el Centro evangélico de cultura.
Una perspectiva que fue profundizada y retomada en noviembre del año pasado por Papa Francisco, durante la visita al Patriarca Ecuménico de Constantinopla, cuando dijo que, para llegar a la meta de la plena unidad con los cristianos ortodoxos, la Iglesia católica «no pretende imponer ninguna exigencia, si no la de la profesión de fe común».
Hablando sobre el ecumenismo durante el encuentro con la comunidad valdense, Ratzinger distinguió «dos tiempos, o fases»: la finalidad última y los «modelos» intermedios, en vista de la unidad. Sobre la primera, el futuro Papa consideraba que era «el verdadero dinamismo y el motor principal de nuestro ecumenismo». Y explicó que «la unidad de las Iglesias en la Iglesia única» no implica «uniformidad», sino una «unidad en la pluriformidad». «Me parece -añadió el entonces cardenal- que la Iglesia antigua nos ofrece un poco un modelo. La Iglesia antigua estaba unida en los tres elementos fundamentales: Sagrada Escritura, ‘regula fidei’, estructura sacramental de la Iglesia; pero por lo demás era una Iglesia bastante pluriforme, como sabemos todos. Existían las Iglesias de área o lengua semítica, la Iglesia copta en Egipto, existían las Iglesias griegas del Imperio bizantino, las demás griegas, las Iglesias latinas, con gran diversidad entre la Iglesia de Irlanda, por ejemplo, y la Iglesia de Roma».
«En otras palabras -continuaba Ratzinger- encontramos una Iglesia unida en lo esencial, pero caracterizada por una gran pluriformidad. Naturalmente, no podemos volver a las formas de la Iglesia antigua, pero podemos inspirarnos en ellas para ver cómo es posible conjugar unidad y pluriformidad». Pero el entonces Prefecto del ex-Santo Oficio también recordó que el último objetivo del ecumenismo «no es una cosa que podamos simplemente hacer nosotros. Nosotros podemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas, pero debemos también reconocer que esta unidad es un don de Dios, porque es Su Iglesia, no nuestra. Una unidad construida por nosotros, política o intelectualmente, podría crear solo una unidad y una Iglesia nuestras, y no sería la unidad de la Iglesia de Dios a la que tenderíamos».
Ratzinger propuso, pues, «dos modelos» para el tiempo intermedio, en vista de la meta final. «Para un verdadero ecumenismo, es importante reconocer el primado de la acción divina, y esta actitud tiene dos consecuencias. La primera: el ecumenismo implica paciencia, el verdadero éxito del ecumenismo» no consiste en llegar a nuevos acuerdos, nuevos «contratos» sobre diferentes elementos de separación. Consiste «en el perseverar, en el caminar juntos, en la humildad que respeta al otro, incluso cuando la compatibilidad en doctrina o en praxis de la Iglesia todavía no haya sido obtenida; consiste en la disponibilidad a aprender del otro y dejarse corregir por el otro, en la alegría y en el agradecimiento por las riquezas espirituales del otro, en una permanente esenciación de la propia fe, doctrina y praxis, que siempre debe ser purificada y nutrida según la Sagrada Escritura, con la mirada fija en el Señor y en el Espíritu Santo con el Señor al Padre».
«Consiste -continuó en esa ocasión- en la disponibilidad a perdonar y a comenzar siempre en la búsqueda de la unidad y, finalmente, en la colaboración en las obras de caridad y en el testimonio al Dios revelado ante el mundo… En otras palabras, el ecumenismo es, sobre todo, una actitud fundamental, una forma de vivir el cristianismo». Tal vez, observó Ratzinger, «todavía no estamos maduros para la unidad y necesitamos una espina en la carne, que es el otro en su alteridad, para despertarnos de un cristianismo reductivo… Y existe un deber de dejarnos purificar y enriquecer por el otro. Tal vez nos ayuda más la escucha humilde, recíproca en la diversidad, que una unidad superficial». El modelo que proponía el cardenal era el de la «diversidad reconciliada». «En el momento histórico en el que Dios todavía no nos da la unidad perfecta, reconocemos a las Iglesias hermanas, amamos las comunidades del otro, nos vemos en un proceso de educación divina en la que el Señor usa a las diferentes comunidades la una para la otra, para volvernos capaces y dignos de la unidad definitiva».
Para concluir, con respecto a la misión del obispo de Roma para la Iglesia universal, Ratzinger añadió: «En este modelo se incluye una visión dinámica del desarrollo, no solo de la unidad, sino también de los órganos de la unidad. Por la historia sabemos bien que el ministerio de la unidad, que según nuestra fe fue encomendado a Pedro y a sus sucesores, se puede llevar a cabo de diferentes maneras. La historia nos ofrece modelos, pero la historia, naturalmente, es irrepetible. Nos inspira, pero debemos responder a las nuevas situaciones… En situaciones concretas, se puede pensar en posibilidades concretas».
Dos años después de aquella conferencia, Juan Pablo II, en la encíclica «Ut unum sint», pedía ayuda para encontrar «una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ninguna manera a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva». Por ello su oración: «Que el Espíritu Santo nos dé su luz, e ilumine a todos los pastores y teólogos de nuestras Iglesias, para que podamos buscar, evidentemente juntos, las formas en las que este ministerio (el papel del Papa, ndr.) pueda realizar un servicio de amor reconocido por unos y otros».
Estas palabras fueron retomadas por Papa Francisco en la exhortación «Evangelii gaudium»: «Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización».
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