Por Víctor E. Lapegna
En diferentes formas y en distintos grados, los pueblos de todas las
naciones sienten los efectos deletéreos que producen en sus vidas tres hechos
convergentes, que vienen signando la realidad del siglo XXI:
a) La globalización homogeneizadora que pretende hacer del mundo una
esfera lisa y toda igual a sí misma, la que desconoce, irrespeta y busca pasar
por encima de las ricas y diversas identidades culturales de los pueblos de
cada nación, que configuran la realidad de una globalización poliédrica.
b) Innovaciones científicas y tecnológicas que modifican las condiciones
de vida en todos los planos con tal intensidad y velocidad que muchas
personas no logran adaptarse a esas transformaciones y a la nueva realidad
que ellas crean, con lo que pasan a ser excluidas de un sistema que tiende a
no asumir que los recursos vitales para el hombre derivan de la naturaleza y no
de su poder mental.
c) El abrumador y desproporcionado crecimiento de los recursos
financieros respecto de los que genera la producción de bienes y servicios, lo
que es una de las causas de la creciente inequidad en la distribución de una
riqueza cada vez más grande.
Los pueblos sienten la necesidad de cambiar esa realidad que afecta su
calidad de vida y dado que, según nos enseñó Juan Domingo Perón, “hay una
razón superior en el deseo popular”, tratamos aquí de discernir los modos
contradictorios a través de los que opera esa “razón superior”, que no siempre
es evidente y nunca es rectilínea ya que los pueblos suelen avanzar con la
indetenible persistencia del agua y también con sus impredecibles rumbos.
La crisis dada por ese desorden global fue anticipada por el sociólogo
estadounidense Daniel Bell en su libro “Las Contradicciones Culturales del
Capitalismo” publicado hace 34 años, donde afirmaba que “el problema real de
la modernidad es el de la creencia. Para usar una expresión anticuada, es una
crisis espiritual, pues los nuevos asideros han demostrado ser ilusorios y los
viejos han quedado sumergidos. Es una situación que nos lleva de vuelta al
nihilismo; a falta de un pasado o un futuro, sólo hay un vacío”.
Y agregaba: “En la escritura invisible que se percibe sordamente, el tema
subterráneo recurrente es el de la salvación del hombre mediante la
resurrección de la fe tradicional. Lo que la religión puede restaurar es la
continuidad de las generaciones, volviéndonos a las circunstancias
existenciales que son el fundamento de la humildad y del interés por los otros”.
Por lo demás, una de las manifestaciones de ese desorden global es la
contradicción entre el fenomenal aumento de la riqueza material y el páramo de
valores y sentido que signa a esta época en la que, como señala Jorge Castro,
“la gran disyuntiva es entre el secularismo radical de la sociedad de la técnica,
por un lado, y la pregunta por Dios, por el otro”.
Síntomas del desorden global
El oscuro pero fuerte deseo de los pueblos de modificar los tres efectos
de la evolución arriba mencionados que dañan su vida se expresa a través de
los instrumentos que tienen a su alcance, aunque muchas veces esos medios
parezcan contradictorios con los fines que anhelan quienes recurren a ellos.
Así fue que en Estados Unidos ese deseo lo expresaron quienes votaron a
Donald Trump para que fuera candidato presidencial del Partido Republicano y
también los votantes de Bernie Sanders, que en las primarias del Partido
Demócrata puso en riesgo la candidatura de Hillary Clinton, favorita de Wall
Street y del sistema entre los aspirantes a la Casa Blanca.
En Gran Bretaña se canalizó en la decisión mayoritaria de abandonar la
integración en la Unión Europea (UE) o “Brexit”, en la voluntad escocesa de
obtener la independencia e integrarse en la UE, en la intención de Irlanda del
Norte de dejar de ser parte del Reino Unido para sumarse a la República de
Irlanda y regresar a la UE por esa vía y también en la elección como alcalde de
Londres del musulmán de origen paquistaní que era el candidato laborista.
Otros signos de esa reacción popular perceptibles en Europa continental
son que en Francia uno de los partidos más votado sea el Frente Nacional de
Marine Le Pen; que en España hayan surgido y crecido los partidos Podemos y
Ciudadanos que son expresiones diferentes de los “indignados”; que en Italia
ganen las elecciones y gobiernen Cinco Estrellas, partido antisistema fundado
por el cómico Bepo Grillo y la Liga del Norte; que en Polonia gobierne el partido
católico, conservador y euro-escéptico Ley y Justicia liderado por Lech
Kaczynski, cuya primera ministra, Beata Szydlo, resiste las presiones de la UE
en favor del aborto; que en Hungría lo haga Fidesz o Unión Cívica Húngara,
partido conservador, “populista” y nacionalista que lidera Viktor Orban, opuesto
a socialdemócratas y neoliberales.
En América Latina, ante la ausencia de mejores opciones, la voluntad
popular de cambio se expresó de modo contradictorio en los apoyos dados al
PT en Brasil, al kirchnerismo en la Argentina, al chavismo en Venezuela, al
Frente Amplio en Uruguay, a Rafael Correa en Ecuador, a Evo Morales en
Bolivia o a Keiko Fujimori en Perú, por mencionar ejemplos notorios que, más
allá de sus coincidencias, registran características y evoluciones diferentes. Un
último y fuerte signo en ese sentido fue la elección de Andrés Manuel López
Obrador (AMLO) como presidente de México.
En Oriente Medio, la tendencia al cambio que llevó a la llamada
“primavera árabe” que se desplegó entre 2010 y 2013, tuvo entre sus efectos
los cambios reales que hubo en Túnez y Marruecos, transformaciones sólo
aparentes de Egipto, el caos que en Libia sucedió a la caída de Khadafy y la
guerra civil en Siria que con Irak eran estados laicos gobernados por dos ramas
del partido Baas de tendencia similar al peronismo. Pero resultó también en el
surgimiento del “Estado Islámico de Irak y Siria” o ISIS (su sigla en inglés),
organización fundamentalista y terrorista islámica que dio un paso superior a Al
Qaeda al ejercer dominio sobre amplios espacios territoriales.
En África, entre los efectos reactivos, estuvo el surgimiento del
fenómeno temible de los grupos terroristas del fundamentalismo islámico Boko
Haram que opera en Nigeria, Ash-Shabab que actúa en Somalía y Al Qaeda
del Magreb Islámico (AQMI) que se despliega en esa región del litoral
mediterráneo africano.
Resulta así que, en cierto sentido, Alemania en Europa y China en Asia
son las únicas entre las principales potencias del mundo de hoy que parecen
mantener considerables grados de solidez y previsibilidad en sus sistemas
políticos, económicos y sociales.
El hilo común que percibimos entre hechos tan diferentes es que a
través de ellos se canaliza y expresa, en formas muy diversas que en muchos
casos son cuestionables y en algunos repudiables, el deseo popular de
cambiar la realidad y de resistir el daño que provocan los tres hechos
mencionados al inicio de esta nota.
El resultado es una situación en la que coexisten un alto grado de
desorden global y una considerable falta de representatividad, autoridad y
previsibilidad de las élites gobernantes.
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