Bergoglio cumple ochenta y un años, y la Iglesia argentina festeja su primer obispo proveniente del corazón de una villa.
El pueblo de las villas ocupa la catedral de Buenos Aires. Es una invasión pacífica con bombos y platillos, según la mejor tradición de las fiestas populares de los barrios marginales, que esta vez se mezcla con las notas gregorianas del Vieni Creator Spiritus del siglo IX cantado por “su” obispo, Gustavo Carrara, quien hasta hace pocos días era párroco de Santa María Madre del Pueblo, en la villa miseria más grande de la Capital. Es un pueblo de recicladores de basura urbana, obreros de la construcción no especializados, mujeres de servicio doméstico, pequeños comerciantes de barrio, desocupados y vagabundos, pero también jóvenes drogadictos que tratan de liberarse de su adicción en los centros fundados por Carrara.
La iconografía que adorna el altar mayor del templo más importante de la capital argentina es sumamente expresiva, con la estatua de tamaño natural de Madre Teresa de Calcuta y los retratos de monseñor Romero, declarado beato en mayo de 2015, del obispo Enrique Angelelli, asesinado durante los años de la dictadura y siervo Dios desde 2015, y del padre Daniel de la Sierra, fundador de la iglesia de Caacupé en la Villa 21-24, a quien los parroquianos que han venido a la ordenación de Gustavo Carrara todavía recuerdan como “el Ángel de la bicicleta”. A la derecha del nuevo obispo se encuentra el amigo de tantas batallas, el sacerdote José María di Paola, padre Pepe para todos, junto con media Conferencia episcopal argentina y cerca de cincuenta sacerdotes que concelebran la solemne liturgia pro Consecratione Episcopi.
El pueblo de las villas ha sido el gran protagonista de esta singular ordenación, multiétnico, como lo son siempre esos pedazos de mundo enquistados en la megalópolis argentina, repletos de paraguayos, bolivianos y peruanos.
Las primeras palabras de Carrara, después del Arzobispo Mario Poli, sucesor de Bergoglio en Buenos Aires, evocan el bautismo que recibió en octubre de 1973 en la Basílica de Luján, acompañado por su padre, que hoy se encuentra presente en la ordenación – la madre ya falleció – y la promesa que ambos pusieron aquel día a los pies de la Patrona del país. Anunció luego la frase que había elegido para su escudo episcopal: “Compartir con los pobres la alegría del Evangelio”. En su homilía, visiblemente emocionado, Carrara asoció estrechamente la misión del obispo con la de un caminante que según la imagen de Bergoglio, a veces tiene que saber estar “delante del rebaño para señalar el camino”, pero también “en medio del rebaño para mantenerlo unido” y “detrás del rebaño para evitar que alguno se quede atrás y porque el mismo rebaño tiene el olfato para encontrar el camino”.
La vida de Carrara está estrechamente unida a la de Bergoglio, quien lo ha impulsado por el camino del episcopado. Carrara afirma que no tenía idea de las intenciones del Obispo de Roma. En estos años ha seguido hablando por teléfono y escribiéndose con el Papa Bergoglio, y hace pocas semanas le había mandado el último mail. Le contaba sus cosas y algunos problemas pastorales. Ni siquiera la sibilina respuesta de Santa Marta, de que viviera abierto a las sorpresas de Dios, lo hizo sospechar nada. Recién cuando recibió la llamada telefónica de la nunciatura para comunicarle la noticia del nombramiento episcopal se empezaron a ordenar las piezas del rompecabezas. Pocas horas después, la noticia de su nombramiento estaba en las páginas on-line de todos los diarios argentinos y se difundió por las calles de su villa, en los Bajos de Flores cerca del estadio “Pedro Bidegaín” del Club Atlético San Lorenzo de Almagro, el dueño del corazón del joven Bergoglio. Y allí se armó la fiesta.
Ahora sigue en la explanada de la catedral Metropolitana, ruidosa, desbordante de felicidad. Carrara se asoma tímidamente a la explanada y se inclina, siguiendo el ejemplo de Bergoglio, como pidiendo la bendición del pueblo que lo aclama. En la plaza del frente, la famosa Plaza de Mayo, todavía se pueden ver las señalas de la batalla campal que tuvo lugar hace pocos días, cuando la policía chocó duramente, como no ocurría desde hace mucho tiempo, con los manifestantes que protestaban contra la reforma previsional del gobierno del presidente Mauricio Macri que reduce los ingresos de los jubilados argentinos. Incidentes serios, con heridos, bombas molotov, saqueos y automóviles incendiados que recuerdas las peores épocas. Y que agrandan esa fractura social – la “grieta”, como la llaman los argentinos – que mantiene alejado al Papa de su país. Los obispos argentinos que hoy daban la bienvenida al nuevo obispo villero escribieron palabras fuertes sobre las manifestaciones que degeneraron en enfrentamientos, deplorando “la creciente violencia política” y reclamando a las fuerzas políticas y a los actores sociales que “respondan con el diálogo y el respeto de las instituciones democráticas las muchas urgencias y angustias de los más frágiles, especialmente de los jubilados”.
Carrara se incorpora a una Conferencia episcopal que ha recibido tres nuevos miembros en poco más de un mes: otro cura villero, Jorge García Cuerva, Marcelo Julián Margni, rector del Seminario Mayor de la diócesis de Quilmes, y Alejandro Pablo Brenna, también párroco en una zona periférica de Buenos Aires. Con esos nombramientos el Papa ha impreso una fuerte aceleración a la renovación del episcopado argentino. Recientemente el organismo eligió a Oscar Ojea, quien fue responsable de Pastoral Social y de Cáritas, como presidente de la Conferencia Episcopal. Otra señal igualmente clara y explícita.
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