La pregunta no es ni ociosa ni capciosa. Lo primero, porque tiene su enjundia y, lo segundo, porque la respuesta bien pudiera ser “por ambas cosas”, aunque seguramente tal aseveración requiere matizaciones.
Pero, formulada así, lo lógico sería responder de inmediato y sin vacilación alguna, en caso de que se tratase de un dilema excluyente, que lo segundo es lo correcto. Es cierto que la dicotomía apuntada no es tal en la mente de un auténtico cristiano que habla abiertamente con su Dios en la oración al mismo tiempo que se preocupa seriamente por hacer que su vida sea significativa y valiosa para sus hermanos, que es exactamente lo que hizo Jesús, pues puede decirse que él la empleó no solo en conversar con su Padre, sino también en predicar un evangelio de salvación que requería socorrer incondicionalmente a cuantos necesitados le salían al paso.
Posiblemente, uno de los mayores escoyos con que se topa el cristianismo de nuestros días sea encontrar la fórmula para encajar de lleno en la cultura o forma de vida que nos estamos dando ambas perspectivas, cuando la primera resulta muy abstrusa y atrabiliaria y la segunda está siempre expuesta a los abusos de un populismo avizor y oportunista. Dios y caridad no ocupan un espacio en la mente de quienes hoy claman desesperadamente justicia. Pero, si nos atuviéramos a los cánones fijados por el mismo Jesús en su predicación, advertiríamos que lo correcto es que lo primero (relación de Dios) se canalice a través de lo segundo (relación con el hombre). Dicho con otras palabras: que lo segundo figure en primer lugar, antes el hombre que Dios, pues el camino cristiano hacia Dios pasa necesariamente por el hombre. Además, eso debe hacerse con la máxima exigencia, la de vender antes lo propio para remedio de las carencias del prójimo. Ningún clamor por la justicia en este mundo podrá alcanzar jamás ni el tono ni la fuerza del clamor cristiano. En el cristianismo no caben ni paños calientes ni componendas por mucho que su historia de dos mil años esté plagada de trapisondas y de intereses espurios. Solo siguiendo el escarpado camino de conversión y entrega generosa a los demás seres humanos podemos llegar a contemplar el auténtico rostro de Dios, rostro libre de los ropajes rituales y aditamentos intelectuales con que la Iglesia y cuantos se han servido de ella lo han revestido, rostro se proyecta con diáfana nitidez sobre el rostro mismo de Jesús.
Pero, ¡qué difícil resulta ese camino, cuando el prójimo se nos muestra y hasta se nos ofrece como un arsenal de posibilidades para el propio medro! Efectivamente, él es quien puede aplaudirnos, votarnos, defender nuestra vida frente a potenciales asesinos y enemigos y procurarnos, incluso a riesgo de verse él mismo envuelto en la miseria y abocado a la muerte, el dinero que tanto necesitamos para ingerir mucho más de lo que razonablemente cabe en nuestro estómago y para revestirnos de floripondios ridículos y extravagantes. Pero ¿qué osadía y locura son esas de querer ver a Dios en el prójimo? ¿Cómo ver a Dios en quien esta mañana, al cruzarse conmigo, ni siquiera me ha saludado; en quien me ha puesto la zancadilla y posiblemente en su fuero interno ha deseado que me pudra y hasta puede que, al verme, se haya acordado de mi santa madre?
Desde luego, tal osadía es tremenda, sobre todo cuando, en una mirada amplia y comprehensiva, vemos cómo los seres humanos actuales nos enzarzamos en mil guerras y depredaciones de todo orden y calibre, y se advierte claramente que la vida de un hombre vale menos que un palmo de terreno o que cualquiera de los cientos de bagatelas absurdas que se enseñorean de nuestra existencia. Desespera, además, ver lo livianas y escurridizas que son las lágrimas sentimentaloides que derramos, sobre todo cuando vemos que los niños, los más vulnerables, son las principales víctimas de nuestras tragedias y desatinos. La vorágine informativa que nos atiborra es de tal magnitud que no permite que sedimenten los acontecimientos que deberían arrastrarnos a una repulsa radical de comportamientos que nada tienen que ver ni con lo que realmente somos ni, mucho menos, con las predicaciones de Jesús.
Por muchas vueltas que le demos, el sufrimiento es siempre producto de una quiebra producida por las relaciones nocivas que entablamos con los seres. En otras palabras, son los contravalores, con los que pretendemos alimentarnos, los que producen el terrible sufrimiento que padecemos y la fuente de la que dimanan absolutamente todos nuestros males. Ya no cabe refugiarse perezosamente en una supuesta quiebra original que nos hubiera hundido a todos en la miseria para siempre. Ahora bien, ¿cómo podemos combatir ese sufrimiento? Única y exclusivamente a base de nutrirnos de valores, es decir, de que nuestras relaciones con los seres sean valiosas en todas y cada una de nuestras dimensiones vitales. Situándonos en esta perspectiva, lo que Jesús hizo no fue librarnos del pecado (¿qué pecado?), contrarrestando su inicua fuerza con el derramamiento de su propia sangre, sino enseñarnos a encauzar como es debido nuestra propia vida por la senda del amor y de las bienaventuranzas.
Es fácil profesar una creencia por alambicada que resulte, pues decir, por ejemplo, que Jesucristo es el Verbo Encarnado o la segunda persona de la Trinidad no entraña de por sí ningún riesgo ni acarrea ningún peligro, salvo que un fanático te exija que blasfemes o que pisotees una cruz. Ahora bien, comportarse como discípulo de quien se entregó por completo a sus semejantes y atenerse a su mensaje de amor incondicional, aun a riesgo de la propia vida, es harina de otro costal, pues equivale a tomarse la vida muy en serio y a procurar pasar por ella como pacífico y pacificador, como solución y no problema, como fuerza de mejora continua, haciendo siempre el bien. Fue lo que hizo el propio Jesús, que sufrió una espantosa muerte de cruz por ser consecuente con lo que enseñaba. La suerte está echada y el baremo fijado: solo quien hace el bien, siguiendo su ejemplo, puede llamarse cristiano, más allá de cualquier otro requisito formal o ritual. “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros” (Jn 13,35).
Lo del cielo, el infierno, la trinidad, el pecado, el demonio y el juicio final suena a cantinelas en los oídos del hombre del s. XXI, tan impermeable a los mitos y alejado de soflamas como reclamo de intereses espurios, por más que muchas veces lo engañen como a un tonto y lo manejen como una marioneta para que se comporte como un esclavo. Pero este mismo hombre clama a gritos por la libertad y la justicia, a pesar de lo desorientado e incluso perdido que está frente a cuestiones tan trascendentales como saber quién es y qué papel juega en un mundo tan extraño y contradictorio, en el que nace a medio hacer y, mientras crece, le amputan las alas y le acortan el horizonte. Pero la atmósfera de odio que respiramos y la epidemia de depredación que padecemos ahogan ese grito que, sin embargo, resuena nítido y desgarrador en las mentes limpias y en los corazones realmente sensibles. No hay otra salvación posible para los hombres de todo tiempo y condición que el amor. Esa es la gran fuerza del mensaje cristiano: Jesús solo predicó, requirió e impuso el amor como rector de los comportamientos humanos. Nadie antes que él lo hizo con su profundidad y fuerza y nadie lo ha vuelto hacer con tanta nitidez y contundencia después de él. De hecho, su Iglesia, para seguir viva y operativa, solo tiene el camino de seguir siendo su voz viva, transformadora y salvadora.
La iglesia del futuro ha de ser una Iglesia no de condena, sino de perdón; no de predicación de las penas de un horroroso infierno, que tan irrisorio suena hoy, sino de las glorias de una vida fraternal; no propagadora de especulaciones y mitos, sino pragmática hasta verter la última gota de su fuerza y de su sangre en la mejora de la vida de los seres humanos; no en amargar la vida de quienes no sigan mil y un preceptos caprichosos y oportunistas, sino en alegrar la de cuantos tienen buena voluntad; en suma, no una espada de Damocles o una espina en el corazón o un obstáculo más en una carrera plagada de ellos, sino un factor que sume hermosos contenidos, que amplíe el horizonte humano, que despeje nuestras oscuridades y nos convenza de que somos obra de las manos de un amoroso Dios que nos ha dotado de un portentoso ser y que nos colma, en la esperanza, con un fabuloso destino. Frente a la confusión y desorientación reinante, el cristiano que lo es de verdad, el que todo lo hace bien al estilo de Jesús, sabe perfectamente quién es y qué hace realmente en este mundo.
Comentá la nota