Por el cardenal Juan José Omella.
El arquitecto Antoni Gaudí solía decir con admiración: «¡La liturgia lo tiene todo previsto!». La liturgia es ciertamente una extraordinaria maestra de la fe y de la espiritualidad. En este sentido, me parece ejemplar que el calendario litúrgico actual haya puesto, en días sucesivos, una fiesta dedicada a Jesús y una dedicada a su Madre. Este viernes celebrábamos la solemnidad del Sagrado Corazón y ayer, sábado, la memoria del Corazón Inmaculado de la Bienaventurada Virgen María.
La Iglesia celebra siempre la sobreabundancia del amor de Dios Trinidad, que se da en Cristo y por el Espíritu Santo. El Padre nos da el Hijo en la Eucaristía (Corpus) y a través de su corazón traspasado (Sagrado Corazón) recibimos el don y la fuerza del Espíritu Santo (Pentecostés). Son solemnidades del Señor en que celebramos lo que conmemoramos en cada Eucaristía. Si la solemnidad del Corpus se relaciona con el Jueves Santo, la del Corazón de Jesús se relaciona con el Viernes Santo, como una prolongación y contemplación de los misterios de Cristo que nos salvan.
Jesús ha reparado la humanidad ante Dios. La Iglesia se une a esta reparación con la fe, con la esperanza, con el amor y con las obras de caridad que procuran la justicia. No es una evasión de la realidad mediante prácticas devotas; es un fuego de amor que, una vez entra en nosotros, nos lleva a entregar la propia vida y hacer obras en favor de los más débiles, según nos va interpelando el Espíritu Santo.
Hace unas semanas, tuve la satisfacción de reunirme con entidades católicas que trabajan intensamente por los más desfavorecidos. Las acciones de estas entidades son una de les expresiones contemporáneas del amor de Cristo a los más débiles.
Quisiera subrayar también que Ia liturgia nos da una buena lección cuando al día siguiente de la celebración del Sagrado Corazón nos propone recordar la del Corazón Inmaculado de la Bienaventurada Virgen María. El culto a esta advocación procede de san Juan Eudes y fue propagada sobre todo por san Luis María Grignion de Montfort. San Antonio María Claret fue un gran impulsor de la devoción al Corazón de María y llamó «Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María» a la congregación que fundó en Vic en 1849. Hace unas décadas, el papa san Juan Pablo II escogió las palabras Totus tuus como lema episcopal. Estas palabras pertenecen a la consagración al Corazón de María: «Todo tuyo soy, y todo lo mío es tuyo. En todo lo mío te acojo. Dame tu corazón, María».
Las celebraciones del Sagrado Corazón de Jesús y del Corazón de María nos recuerdan que la Iglesia vive del amor del Dios Trinidad y que debe tener un corazón maternal para con todos y, especialmente, con los más vulnerables. Precisamente, san Juan XXIII tituló Mater et magistra («Madre y maestra») una de sus encíclicas sobre la misión social de la Iglesia. Y san Pablo VI ofreció a María el nuevo título de Madre de la Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, acabamos pidiendo la intercesión de la Virgen: «Santa María, Madre de Dios y madre nuestra, bajo tu amparo nos acogemos, líbranos de cualquier peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».
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