Un buen día recibí el llamado de una mujer uruguaya que me dijo que tenía una historia familiar atípica y que ansiaba contarla. Buscaba un autor que redactara su biografía bajo un ángulo novelado.
Un escritor amigo me había recomendado, pues el trasfondo de esta historia familiar ocurría en buena medida en el Medio Oriente -área que he estudiado largamente-, en la Europa nazi -época que por ser judío no me es ajena- y en América Latina -región de la
Me mostré abierto a la idea y honrado por la convocatoria, pero le aclaré que yo no era un novelista, sino un analista político, y que mi experiencia como escritor se había enfocado hasta entonces en el ensayo histórico. Le ofrecí un encuentro en Buenos Aires para explorar juntos la idea y acordamos vernos en la librería “El Ateneo Grand Splendid” de Santa Fe y Callao.
Fui a nuestra reunión con reparos. Sentía curiosidad por su relato, cuyos trazos superficiales me había adelantado en nuestra conversación telefónica, pero también albergaba dudas acerca de mi pertinencia como autor de una biografía novelada así como de cuan atractiva resultaría la historia familiar. Nos sentamos en una mesa en el café de esa espléndida librería, otrora notable sala de teatro, y pasadas las presentaciones formales me dediqué a escucharla. Al cabo de un par de horas, cuando finalizó, supe que debía escribir esa historia, fascinante y compleja a la vez, con intersecciones religiosas, étnicas y nacionales, cruzada por dilemas personales, presiones filiales y búsquedas prometedoras y angustiantes.
La escuché evocar a sus abuelos judíos lituanos, de parte de la madre, y a sus abuelos musulmanes libaneses, de parte del padre, y del derrotero que sus antepasados atravesaron, en la Europa nazi y en un Medio Oriente en llamas, para confluir en la apacible y laica república uruguaya.
La escuché atentamente mientras me contaba acerca de sus abuelos sobrevivientes de la Shoá, de parientes asesinados y otros separados por décadas hasta que una coincidencia permitió reunir, aunque ya no resultaba conveniente hacerlo. De las crisis de fe de estos judíos tradicionalistas casi salidos de un cuento de Sholem Aleijem y de su periplo desde la Europa de sus ancestros hacia una desconocida y lejana Latinoamérica. De los primeros tiempos vividos en el nuevo continente y de las durezas de ese volver a empezar, sin idioma, ni entorno familiar ni apoyo económico o afectivo alguno.
Y por sobre todo, del dolor más allá de toda descripción de ese trauma colectivo, de esa noche oscura de la humanidad, y de las repercusiones psicológicas para los sobrevivientes y sus descendientes.
La escuché relatar sobre sus años infantiles en un pequeño pueblo del interior de Uruguay, donde todo era un sacrificio, desde tener que tomar tres autobuses para llegar a la escuela de una localidad vecina hasta las privaciones típicas de una vida hogareña austera. De su mudanza a la capital y los desafíos de la adaptación. De la elección de la carrera de asistente social, que le daría independencia y autonomía pero que también confrontaría las rígidas pautas tradicionales del seno familiar. De su enamoramiento con un joven estudiante de veterinaria, de su casamiento, del nacimiento de sus hijos, del crecimiento de éstos, de su propio progreso personal y profesional; en fin, de la vida misma.
Y también la escuché hablar acerca del enigma del padre. De un hombre nacido en un pueblo del Líbano fronterizo con Israel, emigrado a América Latina como un musulmán chií, convertido al judaísmo al contraer matrimonio con una judía lituana, y francamente comprometido con la educación hebrea de sus hijos y nietos. Pero también, muy apegado a los valores de su fe de nacimiento y de su cultura, y de cómo esta hija, en su paso de la adolescencia a la adultez, intuía que el padre albergaba un secreto. Lo oía hablar en árabe, lo veía rezar privadamente bajo el rito musulmán, sentía la influencia de los hábitos árabes en la casa y sospechaba que había algo más allí, en esa historia de vida, de lo que el padre retraído dejaba saber a los demás. Hasta que dio accidentalmente con esa carta en cuyo sobre podía leerse un remitente libanés. Y decidió enviar una misiva a aquella nación árabe y al tirar de ese ovillo se abrió ante sus ojos el tapiz de una historia oculta fenomenal que la terminó llevando a visitar Beirut y Jabal Amel y a encontrarse con parientes árabes-musulmanes de los que ni idea tenía, debiendo -siempre- esconder su propia identidad religiosa. A partir de entonces, ya nada sería como antes para esta joven mujer judía uruguaya, ni tampoco para su propia familia.
En suma, me hallé ante el devenir de dos familias unidas -y desunidas a la vez- por la historia, la religión, la cultura y la geografía, y el anhelo privado de una mujer de encontrar su lugar justo en esa convulsa y atrapante historia familiar. Tres países, tres culturas, tres historias y modos divergentes de ver la vida, reunidos en un árbol familiar cuyas ramas cargan el peso de pasados duros, exóticos e incluso peligrosos. Interrogantes en torno a la identidad, la pertenencia y la fe, sumados al sueño de conocer a esa otra parte de la familia, atrayente y distante en simultáneo, pusieron a esta mujer en la senda de una búsqueda íntima y personal, cargada de pasado -el genocidio de los judíos europeos, la inmigración traumática a tierras lejanas, la yuxtaposición de valores y costumbres no siempre armónicos -, a la que se inmiscuyó la realidad geopolítica regional: el fanatismo de los extremistas islámicos, la vinculación de algunos miembros del clan con el movimiento chií Hezbolá, el conflicto con Israel, las barreras culturales, la misoginia y la intolerancia religiosa.
Leila, que en árabe significa “noche”, fue así nombrada por su padre libanés al nacer. Metafóricamente, el nombre se transformó en una representación simbólica de la noche negra que separa a ambas familias, y a cuya oscuridad Leila debió ingresar para poder emerger al alba de su propia plenitud existencial.
Tras despedirnos permanecí sentado un rato más, aun conmovido por la historia que acababa de escuchar. Tenía ante mí un desafío que valía la pena encarar; esta historia merecía ser contada y divulgada. Los personajes y la trama ya estaban desplegados, sólo faltaba organizar el relato, dar vida en el papel a los actores y permitir que sus experiencias aflorasen. Como a un coreógrafo al que le han obsequiado un argumento, yo debía montar la puesta en escena. Miré pensativamente hacia el techo. A lo alto podían verse los focos, cables y estructuras de lo que alguna vez fue un soberbio teatro.
Abandoné el escenario-café. Mientras me dirigía hacia la salida, rodeado de enormes estanterías repletas de libros y con mi imaginación excitada proyectando ideas en múltiples direcciones, creí sentir al telón de este antiguo teatro elevarse. En el viejo “Grand Splendid” una nueva obra acababa de gestarse.
De la introducción a la biografía novelada “La carta escondida: historia de una familia árabe-judía” del autor.
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