Jesús Sanz Montes denuncia en su carta de esta semana los modelos económicos actuales cuyo fin es la ganancia y no el bien de la persona, y todo lo que eso genera
El mes de febrero nos trae una cita que siempre nos convoca a un compromiso. Se trata de la célebre campaña contra el hambre, que la organización católica Manos Unidas vuelve a proponer cada año, atendiendo a alguno de los múltiples rostros que tiene la pobreza que nos deshumaniza. Hace ya más de seis décadas, un grupo de mujeres de Acción Católica se unió para dar la batalla contra el hambre de pan, hambre de cultura, hambre de Dios. Así nació Manos Unidas. Desde entonces nos ayudan a todos los cristianos a una sensibilización de profundo sentido evangélico, que tiene en su punto de mira los distintos retos con los que nuestra sociedad insolidaria y violenta, sigue aprovechándose de los más pobres y desfavorecidos, esos que son la predilección de Dios y que nos ha querido confiar a nuestras manos. Lo dijo Jesús: venid a mí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, estuve desnudo, fui emigrante, estuve en la cárcel, padecí enfermedad… y lo que hicisteis con cualquiera de los que han sufrido estos desgarros, me lo habéis hecho a mí mismo (Cf. Mt 25).
En esta ocasión, el lema gira en torno a la desigualdad. Hay un tipo de desigualdad que se deriva del punto de originalidad de cada uno de nosotros, por haber sido creados en serio y no en serie. Somos únicos e irrepetibles, y pretender una cierta homologación igualitaria, es lo que se intenta a través de algunas ideologías en curso con sus leyes políticas y sus cantinelas mediáticas. Pero hay otra desigualdad que proviene de la injusticia, de separar en violenta confrontación a hombres y mujeres, a ricos y pobres, al primer mundo de todos los demás mundos. Es contra esta desigualdad contra la que dirigimos nuestra mirada y unimos nuestras manos, para salir en defensa de los derechos del hombre que Dios imprimió en nuestra dignidad de hijos suyos y hermanos entre nosotros.
Dice la campaña de Manos Unidas de este año: Frenar la desigualdad está en tus manos”. Y comentan cómo hemos de concienciarnos en el inmenso drama de la hambruna y la desigualdad, poniendo en el centro de nuestra mente y nuestro corazón a los millones de personas empobrecidas que viven en una pobreza extrema. Orar por ellas con una oración de intercesión al Padre que puede cambiar los corazones endurecidos. Un tiempo de reflexión profunda que nos llama a una conversión y a vivir con mayor sencillez y generosidad. Nos comprometemos, unidos en el espíritu, para que este mundo pueda lograr una auténtica transformación. Por desgracia, existen estructuras de pecado que operan en el mundo: modelos económicos cuyo fin es la ganancia y no el bien de la persona; explotación y descarte; conflictos bélicos y un largo etc.
No vale lavarse las manos, pues estaríamos escurriendo el bulto, señalando a otros para que hagan algo, mientras nosotros nos inhibimos de modo cómodo o incluso cobarde, para mirar hacia otro lado a fin de que las imágenes de la pobreza y de la hambruna, no descoloquen nuestras seguridades blindadas de tantos modos.
Hoy la falta de paz por la abundancia de guerras nos impone un modo de hambre y miseria, como recordaba Francisco recientemente: “Algunos meses atrás, el mundo estaba saliendo de la tempestad de la pandemia. Se vislumbraba un poco de serenidad y entonces la guerra en Ucrania vino a agregarse a las guerras regionales que en estos años están trayendo muerte y destrucción. ¡Cuántos pobres genera la insensatez de la guerra! Dondequiera que se mire, se constata cómo la violencia afecta a los indefensos y a los más débiles. Son millones. La razón se oscurece y quienes sufren las consecuencias son muchas personas comunes, que se suman al ya gran número de indigentes. ¿Cómo dar una respuesta adecuada que lleve alivio y paz a tantas personas, dejadas a merced de la incertidumbre y la precariedad? Hay que unir nuestras manos para superar la perniciosa igualdad que nos hace pobres de tantos modos.
+ Jesús Sanz Montes
Arzobispo de Oviedo
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