Artículo del Papa en The New York Times: “Fe en el humor” Artículo del Papa en The New York Times: “Fe en el humor” | ZENIT - Espanol

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“En general, los sacerdotes solemos disfrutar del humor e incluso tenemos una buena reserva de chistes e historias divertidas, que a menudo se nos da bastante bien contar, además de ser objeto de ellas”, escribe el Papa en el periódico más conocido de los Estados Unidos

El pasado 17 de diciembre The New York Times publicó en su sección de opinión un artículo del Papa Francisco. Se trata de una adaptación para el conocido periódico de un fragmento de su libro autobiográfico titulado “Esperanza”.

 

Ofrecemos la traducción al castellano realizada por ZENIT a partir del artículo del New York Tines *** “Hay fe en el humor” Papa Francisco La vida tiene inevitablemente sus tristezas, que forman parte de todo camino de esperanza y de todo camino hacia la conversión. Pero es importante evitar a toda costa regodearse en la melancolía, no dejar que amargue el corazón. Son tentaciones de las que ni siquiera los clérigos son inmunes. Y a veces, por desgracia, parecemos sacerdotes amargados y tristes, más autoritarios que autoritativos, más solterones que casados con la Iglesia, más funcionarios que pastores, más soberbios que alegres, y esto tampoco es bueno. Pero, en general, los sacerdotes solemos disfrutar del humor e incluso tenemos una buena reserva de chistes e historias divertidas, que a menudo se nos da bastante bien contar, además de ser objeto de ellas. También los Papas. Juan XXIII, que era muy conocido por su humor, durante un discurso dijo, más o menos: «Sucede a menudo que por la noche me pongo a pensar en una serie de problemas graves. Entonces tomo la valiente y decidida decisión de ir por la mañana a hablar con el Papa. Entonces me despierto todo sudado… y recuerdo que el Papa soy yo». Qué bien le entiendo. Y Juan Pablo II era muy parecido. En las sesiones preliminares de un cónclave, cuando aún era el cardenal Wojtyła, un cardenal mayor y bastante severo fue a reprenderle porque esquiaba, escalaba montañas y practicaba ciclismo y natación.

La historia es más o menos así: «No creo que sean actividades acordes con su función», le dijo el cardenal. A lo que el futuro Papa replicó: «¿Pero sabes que en Polonia son actividades que practican al menos el 50% de los cardenales?». En Polonia sólo había entonces dos cardenales. La ironía es una medicina, no sólo para levantar y alegrar a los demás, sino también a nosotros mismos, porque la autoburla es un poderoso instrumento para superar la tentación hacia el narcisismo. Los narcisistas se miran continuamente al espejo, se pintan, se contemplan, pero el mejor consejo frente al espejo es reírnos de nosotros mismos. Es bueno para nosotros. Demostrará la verdad del proverbio de que sólo hay dos clases de personas perfectas: los muertos y los que están por nacer. Los chistes sobre jesuitas y contados por jesuitas pertenecen a una clase propia, comparable quizá sólo a los que se hacen sobre los carabinieri en Italia, o sobre las madres judías en el humor yiddish. En cuanto al peligro del narcisismo, que hay que evitar con dosis adecuadas de autoironía, recuerdo el del jesuita bastante vanidoso que tuvo un problema de corazón y tuvo que ser tratado en un hospital. Antes de entrar en el quirófano, le pregunta a Dios: «Señor, ¿ha llegado mi hora?». «No, vivirás al menos otros 40 años», le dice Dios. Después de la operación, decide aprovecharla al máximo y se hace un trasplante de pelo, un lifting facial, una liposucción, cejas, dientes… en resumen, sale convertido en un hombre nuevo. Justo a la salida del hospital, es atropellado por un coche y muere. En cuanto aparece en presencia de Dios, protesta: «¡Señor, pero si me dijiste que viviría otros 40 años!». «¡Uy, perdona!» responde Dios. «No te había reconocido». Y me han contado una que me concierne directamente, la del Papa Francisco en Estados Unidos. Va más o menos así: Nada más llegar al aeropuerto de Nueva York para su viaje apostólico por Estados Unidos, el Papa Francisco se encuentra con una enorme limusina esperándole. Se siente algo avergonzado por ese magnífico esplendor, pero luego piensa que hace siglos que no conduce, y nunca un vehículo de ese tipo, y piensa para sí: Vale, ¿cuándo tendré otra oportunidad? Mira la limusina y le dice al conductor: «No podría dejarme probarla, ¿verdad?». «Mire, lo siento mucho, Santidad», responde el conductor, “pero de verdad que no puedo, ya sabe, hay normas y reglamentos”. Pero ya saben lo que dicen, cómo es el Papa cuando se le mete algo en la cabeza: en fin, insiste e insiste, hasta que el conductor cede. Así que el Papa Francisco se pone al volante, en una de esas enormes autopistas, y empieza a disfrutar, pisa a fondo el acelerador, yendo a 80, 120… hasta que oye una sirena, y un coche de policía se para a su lado y lo detiene. Un joven policía se acerca a la ventanilla en penumbra. El Papa la baja con cierto nerviosismo y el policía se pone blanco. «Discúlpeme un momento», dice, y vuelve a su vehículo para llamar al cuartel general. «Jefe, creo que tengo un problema». «¿Qué problema?», pregunta el jefe. «Bueno, he parado un coche por exceso de velocidad, pero dentro hay un tipo que es muy importante». «¿Cuán importante? ¿Es el alcalde?». «No, no, jefe… más que el alcalde». «Más que el alcalde, ¿quién es? ¿El gobernador?» «No, no, más». «¿Pero no puede ser el presidente?». «Más, supongo.» «¿Y quién puede ser más importante que el presidente?». «Mire, jefe, no sé exactamente quién es, ¡lo único que puedo decirle es que su conductor es el Papa!». El Evangelio, que nos insta a hacernos como niños por nuestra propia salvación (Mateo 18,3), nos recuerda que debemos recuperar la capacidad de sonreír. Hoy, nada me alegra tanto como encontrarme con niños. Cuando era niño, tenía quienes me enseñaban a sonreír, pero ahora que soy mayor, los niños son a menudo mis mentores. Los encuentros con ellos son los que más me emocionan, los que mejor me hacen sentir. Y luego los encuentros con los ancianos: esos ancianos que bendicen la vida, que dejan de lado todo resentimiento, que se complacen en el vino que ha salido bien con los años, son irresistibles. Tienen el don de la risa y de las lágrimas, como los niños. Cuando cojo a los niños en brazos durante las audiencias en la plaza de San Pedro, la mayoría sonríen; pero otros, cuando me ven vestido todo de blanco, piensan que soy el médico que ha venido a ponerles una inyección, y entonces lloran. Son ejemplos de espontaneidad, de humanidad, y nos recuerdan que quienes renuncian a su propia humanidad lo renuncian todo, y que cuando se hace difícil llorar en serio o reír apasionadamente, entonces estamos realmente en la cuesta abajo. Nos anestesiamos, y los adultos anestesiados no hacen nada bueno por sí mismos, ni por la sociedad, ni por la Iglesia.

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