Los acuerdos secretos entre Pekín y la Santa Sede ha sido una de las mayores apuestas del pontificado de Francisco. El arresto de todo un cardenal por parte de las autoridades chinas parecen hacer inviable el pacto, aunque es solo el punto final de una serie de trágicos despropósitos.
Supongo que, sobre el papel, la idea parecía grandiosa: acabar con un trazo de pluma una historia de desencuentros con respecto al país más poblado del mundo, poner fin a un cisma desgarrador, el representado por la Iglesia Patriótica China, reconciliar a los fieles chinos con las autoridades de su país y, quién sabe, que un Vicario de Cristo pisase por primera vez en la historia tierra china.
Todo eso, suponemos, fue decisivo para que el Vaticano de Francisco, valiéndose de las habilidades negociadoras del defenestrado cardenal norteamericano Theodore McCarrick, llegara a un acuerdo secreto con las autoridades comunistas.
¿A qué comprometen los acuerdos? Siendo secretos, no podemos saberlo con precisión, pero al menos hemos visto en qué ha cedido Roma. Para empezar, reconociendo a la cismática Iglesia Patriótica, hasta entonces condenada, incluyendo sus órdenes sacerdotales y episcopales. Se levantó la condena, se ‘animó’ a algunos obispos de la Iglesia fiel a retirarse para ceder sus diócesis a los ‘obispos patrióticos’ y se acordó volver a una medieval ‘derecho de patronato’ por el que serían las autoridades comunistas, oficialmente ateas, las que elegirían a los obispos en adelante, aunque Roma seguiría reservándose el derecho a consagrar o no al elegido. El “no” no se ha dado todavía.
Más difícil es entender en qué ha cedido Pekín, porque las cosas no parecen haber mejorado en absoluto para los católicos chinos, más bien al contrario. Ha habido en este tiempo nuevas persecuciones, nuevos arrestos, envío de sacerdotes y fieles a los laogai, demolición de iglesias y santuarios, obligación de incluir ideología ‘patriótica’ en las homilías y de sustituir las imágenes religiosas en los hogares por fotos de Mao y Xi Jingpin.
De hecho, los pactos han sido un continuado quebradero de cabeza para los responsables de imagen del Vaticano. Francisco, un Papa particularmente comunicativo y dado a la denunciar de las violaciones de derechos humanos en todos los rincones del globo, ha tenido que tirar balones fuera cada vez que le preguntaban por la represión de las manifestaciones en Hong Kong o el presunto genocidio de los uigures.
Nada en este tiempo, en fin, permitía imaginar qué ventaja obtiene la Iglesia de estos misteriosos pactos pero, de algún modo, siguieron adelante, fingiéndose en Roma que todo iba viento en popa y elogiando incluso el entonces Canciller de la Pontificia Academia de las Ciencias y de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, Marcelo Sánchez Sorondo, al régimen chino como modelo de la encarnación de la Doctrina Social de la Iglesia.
Pero es difícil que se pueda seguir fingiendo armonía después de que el régimen comunista haya detenido, si se confirma la noticia, a todo un cardenal, que no hay tantos en la Iglesia. Y no de cualquiera, sino del mismísimo arzobispo emérito de Hong Kong, Joseph Zen, de 90 años, que ha pasado los últimos años tratando de advertir al Pontífice de los riesgos de fiarse de los comunistas. En la última ocasión, voló desde Hong Kong solo para cruzar unas palabras con el Papa, que ni siquiera quiso recibirle. Las escuchas atentas en Roma son, ya se sabe, algo selectivas.
Pero esa negativa a recibir a Zen muestra hasta qué punto Francisco no quería hacer el menor gesto que pudiera enfadar a su socio chino, pese a todos los desplantes que ha protagonizado hasta la fecha.
Pero ahora -repetimos: si se confirma la noticia- el Papa no puede mirar hacia otra parte. Si deja pasar un ataque tan directo y ultrajante contra la Iglesia por parte del Partido Comunista Chino, abandonando a su hermano cardenal, la conmoción podría salirse de la escala Richter.
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