Como una onda expansiva que se alimenta a si misma, el antisemitismo se replica y se expande prodigiosamente en el infame escenario de este Siglo XXI. Y aún más: es parte intrínseca del mismo, como los celulares, la inteligencia artificial, la contaminación ambiental.
Evo Morales habla (sin que nadie lo cuestione) de un gobierno sionista mileista y en Uruguay un político Gustavo Salle, adquiere votos expresando un portentoso discurso antisemita. Hay otros ejemplos, muchos. Pero lo que tienen en común es que nadie cuestiona este resurgimiento brutal del antisemitismo, plenamente legitimado en términos de anti-sionismo.
Era cuestión de tiempo que el discurso virulento contra los judíos se transformara en golpes y persecuciones contra los judíos y ahí tenemos lo sucedido en Amsterdam en estos días,
¿Estamos ante una tenebrosa repetición de la escalada nazi? ¿Es posible tanto horror?
Muchos, la mayoría, dirán que no, que de ninguna manera, que la Humanidad debe aprender del indescriptible dolor de la shoa y de Auschwitz. Que la Humanidad ha entendido que el odio contra los judíos es algo que vilipendia y degrada a la propia Humanidad.
Lamentablemente, no parece ser así.
Estamos ante tiempos de pérdida del contrato social, del declive de las formas amables de lo social, de escenarios de pobreza e indigencia, que señalan el derrumbe de la clase media como orientadora y estructuradora social y cultural del tejido social. Todos procesos que poco o nada se entienden, que generan confusión y desconcierto.
Y además: rencor y odio. Procesos pues que para ser controlados necesitan (una vez más) un chivo expiatorio: los judíos.
Como hace 21 siglos, los judíos son el chivo expiatorio con el cual la sociedad occidental ha intentado ocultar sus miserias, sus contradicciones y sus paranoias. Una sociedad occidental que siempre ha intentado negar que detrás de su “máscara “de luz, progreso y racionalidad, no deja de ser una y otra vez: oscuridad, confusión y locura. Por qué esto es así, excede los límites de estas reflexiones.
Pero, porque nunca ha dejado de ser lo que es, esta sociedad necesita como siempre de los judíos en su lugar de chivos expiatorios.
Debo añadir que además el tejido cultural actual tampoco tolera del judaísmo algunos rasgos que hacen a su identidad: el respeto al ancestro, el sentido de la transmisión y el lugar del descendiente. Lugares culturales y psicosociales que son sistemáticamente repudiados en una sociedad donde se necesita descalificar y denigrar al ancestro, cortar con la transmisión generacional a la cual se tilda de cavernícola y patriarcal y erradicar el lugar del descendiente en un entramado socio-cultural que solo sabe del instante y el ahora de las llamadas tecnologías digitales.
El judío resentido con su judaísmo
Pero este antisemitismo, vernáculo y renovado del siglo XXI, ha despertado también otra figura también vernácula y también renovada: la del judío resentido con su judaísmo.
Y ahí tenemos al actor Norman Brinski que al recibir una distinción se despacha en toda una serie de disparates, dichas a viva voz (porque quizás se supone, como hacía Hitler, que el que grita es el que tiene la razón…), sobre el horror de Israel, sobre las “víctimas” de Gaza y de que Gaza triunfará.
Es decir, que Israel es una potencia imperialista despreciable que persigue y destruye al indefenso y vulnerable pueblo palestino.
La fascinación y la reivindicación de la “víctima”, las llamadas minorías, que ahora “levantan” su cabeza, contra el dominio milenario de los blancos, colonizadores, imperialistas, es otro de los estereotipos ideológicos de nuestra cultura, que nadie se atreve a cuestionar, dentro de un clima de fuerte fundamentalismo cultural.
Así pues, Norman Brinski cree que está reivindicando aquellos valores ancestrales de justicia, igualdad e integración que la cultura de nuestra época cree intrínsecos a la cultura occidental.
El actor pues denuncia su “judaísmo”, porque el mismo lo ubica como un obstáculo para el pleno logro de la Humanidad. El judaísmo, es ubicado como una “lacra” en el logro de esta supuesta Humanidad. Por ende: el judío no forma parte del mismo. Es pues obstáculo, accidente, algo que avergüenza y a lo que se debe estigmatizar y de lo cual el judío (el llamado judío secular) se debe avergonzar.
No falta avanzar mucho para encontrar aquí toda la ideología del iluminismo y el judaísmo “emancipado” del siglo XIX, ansioso por desembarazarse de un judaísmo ancestral que de repente generaba malestar y que se presentaba como un obstáculo para gozar de derechos, ciudadanía y un porvenir que parecía venturoso en la sociedad occidental.
Pero la verdad, es que detrás de tanta ideología, no hay sino un mecanismo burdo de identificación con el agresor: me transformo en lo que el agresor quiere con la fantasía y la expectativa mágica de que así no me atacará y me permitirá vivir.
Pero el iluminismo terminó en los campos de concentración y ninguna, absolutamente ninguna identificación con el agresor, sean los esfuerzos que estos judíos resentidos hagan, los salvará del odio, la persecución y la exclusión.
Se trata en definitiva de un antisemitismo que se consolida en la mejor justificación de la banalidad del mal: “ellos” se lo merecen, nada se puede hacer por cambiar, así son las cosas.
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