En la iglesia de Santa María hubo hostias que se transformaron en tejido humano y gotas de sangre que aparecieron en el copón de misa. Tras el silencio inicial y estudios el arzobispado reglamentó la veneración del único fragmento que aún se conserva.
Sergio Rubin
Por delante de la parroquia Santa María, en el barrio porteño de Almagro, pasa diariamente muchísima gente. Es que está ubicada en la esquina de Avenida La Plata y la calle Rosario, arterias muy transitadas. Pocos saben que el templo fue escenario en la década del ’90 de tres acontecimientos sorprendentes, sin antecedentes conocidos en el país: La transformación de la eucaristía (la hostia consagrada convertida por el sacerdote en la misa en el cuerpo de Cristo, según la fe católica) en pedacitos de carne y la aparición de gotas de sangre en objetos y lugares religiosos. Lo que, a la luz de la fe, serían manifestaciones de la presencia de Jesús en la eucaristía.
Popularmente llamados “milagros eucarísticos” -la Iglesia prefiere hablar de “signos eucarísticos”, o sea manifestaciones para ayudar a quienes no creen en la presencia real de Cristo en la eucaristía-, hubo muchos de estos supuestos acontecimientos sobrenaturales en todo el mundo a lo largo de los 2.000 años de cristianismo, si bien la Iglesia es cautelosa a la hora de reconocerlos. De hecho, el Vaticano dijo días pasados que ya no se pronunciará más sobre su autenticidad -salvo de un modo muy excepcional a pedido del Papa en un caso determinado- y, en cambio, definió seis niveles de evaluación que van desde la ausencia de objeción hasta el rechazo.
Precisamente, la declaración del Vaticano y un decreto del arzobispado de Buenos Aires del 9 de mayo, que establece normas para la veneración de los fragmentos de hostias consagradas en las cuáles se produjo el “signo eucarístico”, pusieron en foco los presuntos acontecimientos en la parroquia porteña, que años después suscitaron el acompañamiento espiritual del entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio. Pero que, tal como establecen las normas eclesiásticas, inicialmente estuvieron bajo secreto a la espera de una serie de estudios y luego se optó por una difusión acotada para evitar toda espectacularidad que los distorsionara.
Los sucesos comenzaron en 1992, el primero de mayo, día en el que la Iglesia celebra a San
José Obrero. En la misa de las 19, tras la adoración del Santísimo Sacramento, el ministro de la eucarístía que asistía al celebrante, el padre Juan Carlomagno, observó dos pedacitos de hostia caídas debajo del sagrario (donde se guardan). El sacerdote tenía dos opciones según las disposiciones de la Iglesia: consumirlas inmediatamente o guardarlas dentro del sagrario en un recipiente con agua y una vez que se descomponen arrojarlas a la tierra porque se considera que ya no está la presencia de Jesús. Se inclinó por la segunda opción.
El 8 de mayo, festividad de la Virgen de Luján, el padre Carlomagno abrió el sagrario para sacar el copón con las hostias con el fin de dar la comunión y le llamó mucho la atención que debajo de los pedacitos de hostia puestos en agua había una especie de coágulo. Fue a la casa parroquial y le pidió a otro sacerdote y a un diácono que fuesen a verificar lo que él había visto. Al comprobarlo se decidió comunicarlo al arzobispado, que dispuso el silencio y la investigación de rigor. A la vez que llamaron a una médica del barrio, que es oncóloga, para que analizara un pedacito y que concluyó que era sangre humana.
El 10 de mayo, domingo, en las misa de las 19, el padre Carlomagno vio en la patena donde se consagran las hostias dos gotitas de sangre. Y en la siguiente, de las 20,15, también el diácono. Ante la repetición de estos fenómenos quien era en ese momento el arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Antonio Quarracino, preguntó si había alguien en la comunidad parroquial que estaba dudando de la presencia de Jesús en la eucaristía y causando esos signos, pero la respuesta fue negativa. Paralelamente, comenzó la investigación encabezada por uno de sus obispos auxiliares, José Luis Mollaghan.
Dos años más tarde, el domingo 24 de julio de 1994, durante la misa de niños de las 10, el ayudante del celebrante, que era también el padre Carlomango, Walter Fórmica, fue al sagrario a buscar el copón con las hostias consagradas y cuando lo destapó vio que una gota de sangre corría por el costado interno. Al traerle el copón al sacerdote le indicó que observara el hallazgo. Al finalizar la misa, el padre Carlomagno lo llevó a la sacristía, llamó a todos los que asistían en las diferentes misas y les mostró su interior, causándoles tal impacto que uno de ellos comenzó a derramar lágrimas.
Nuevamente dos años después, el domingo 18 de agosto de 1996 -en la semana de las
fiestas patronales de la parroquia-, en la misa de las 19, una persona que estaba al final de la fila para comulgar al llegar frente al celebrante, el padre Alejandro Pezet, le dijo que al pié de una imagen de Jesús en la cruz que está en la nave derecha, en un candelabro, había una hostia. El sacerdote fue hasta allí, la encontró, vio que estaba sucia y, en vez de consumirla, siguió el procedimiento alternativo de ponerla en un recipiente con agua con el propósito de que se disuelva.
Ocho días después, una ministra de la eucaristía abrió el sagrario donde había sido dejada y notó que la hostia estaba con un aspecto rojizo, como la de 1992. Conmocionada, fue a su casa, volvió con su esposo y con su hermana, lo halló al padre Pezet rezando, le contó y lo llevó a verla. Entonces, el recipiente con la hostia fue guardado y luego se sumó a los estudios. Si bien se le siguió agregando agua, con el paso del tiempo se disolvió. Mientras que la sangre de 1994 se evaporó. Los que se preservaron fueron los restos de 1992 tras secarse y despegarse.
En 1999 la fundación Grupo Internacional por la Paz que preside el científico boliviano Ricardo Castañón le ofreció al cardenal Bergoglio costear los estudios de los fragmentos -la muestra seca de 1992 y la aún preservada húmeda de 1996- en un laboratorio forense de EE.UU. Los exámenes se hicieron sin revelar sus orígenes. Arrojaron que se trataba de sangre humana de tejido de piel. Las muestras fueron luego llevadas a un médico italiano que había estudiado un famoso signo eucarístico, quien dijo que era tejido cardíaco.
Al año siguiente, los fragmentos fueron examinados en Australia, donde otro facultativo realizó un análisis más exhaustivo basado en la secuencia de fotografías de gran definición. El estudio determinó que, efectivamente, se trataba de tejido cardíaco de una persona que tuvo un traumatismo cardíaco o sufrió un golpe en el pecho. Y consideró que la confusión con la procedencia del tejido, diciendo que era de la piel, se debió a que las células cardíacas estaban muy deterioradas.
Finalmente, en 2003, la fundación se llevó las muestras a un médico de Nueva York que estudia la causa de la muerte de las personas a través del análisis del corazón y que concluyó que se trataba de ADN humano, que era tejido cardíaco del ventrículo izquierdo extraído de una persona viva y con presencia de glóbulos blancos, pese a que estos tienen escasa vida cuando salen del organismo.
Paralelamente, el “signo eucarístico” se iba difundiendo hasta que en 2006 se dispuso en la nave izquierda del templo una capilla con la exhibición del fragmento al lado del Santísimo Sacramento para su adoración. El sitio fue inaugurado por el cardenal Bergoglio, que volvería cada año a la parroquia no solo para las fiestas patronales, sino también para orar en la capilla.
El actual párroco, el padre Alberto Sorace, dice que los terceros viernes de mes, de 20 a 22, y los cuartos sábados, de 11 a 13, narradores relatan los sucesos para que, como quería el hoy Papa Francisco, sea el “pueblo de Dios el que haga su propio discernimiento” sobre lo ocurrido. Y, eventualmente, surjan los frutos espirituales.
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